domingo, 2 de junio de 2013


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AMADO NERVO
(1870-1919)
Los mejores datos sobre los orígenes y formación cultural de 
Amado Nervo, se encuentran en dos de sus breves autobiografías
escritas en España. Dice en una de ellas: "Nací en Tepic, 
pequeña ciudad de la costa del Pacífico, el 27 de agosto de 1870. 
Mi apellido es Ruiz de Nervo; mi padre lo modíficó, encogiéndolo. 
Se llamaba Amado y me dio su nombre. Resulté, pues, Amado Nervo, 
y, esto que parecía seudónimo -así lo creyeron muchos en América-, 
y que en todo caso era raro, me valió quizá no poco para mi fortuna
literaria. ¡Quién sabe cuál habría sido mi suerte con el Ruiz de 
Nervo ancestral, o si me hubiera llamado Pérez y Pérez".
En su otra confesión autobiográfica, casi desconocida, dice más 
aún: "Soy descendiente de una vieja familia española que se 
estableció en San Blas a principios del siglo pasado. Hice mi 
instrucción primaria en las modestas escuelas de mi ciudad natal; 
muerto mi padre cuando yo tenía nueve años, mi madre me envió a 
un Colegio de Padres Romanos, al de Jacona, en Michoacán, que 
entonces gozaba de cierta fama. En este colegio y después en 
el seminario de Zamora, Michoacán, hice mis estudios preparatorios, 
empezando, naturalmente, por el latín. Quise seguir la carrera de 
abogado y estudié dos años, pero el quebrantamiento rápido de la 
herencia paterna me obligó a volver a Tepic a ponerme al frente 
de lo poco que nos quedaba y a trabajar para ayudar a mi 
familia, que era numerosa. Después, buscando mejor destino, 
marché a Mazatlán, donde escribí en el Correo de la Tarde 
mis primeros artículos. Más tarde me dirigí a la Capital (en 1894) 
y ahí con los esfuerzos y penalidades consiguientes, logré abrirme
camino". 
Con frecuencia se refieren sus biógrafos a estas penalidades, entre 
las que mencionan que tuvo que lucrar el pan de "estanquillero" y 
hasta de "tablajero" en el Rastro, y quizás a ello alude el mismo 
Nervo cuando asegura que el escritor "vive regularmente o de un 
empleo, o de algo más prosaico; a veces es tendero, a veces 
carnicero, a veces "coyote" y a veces, muy raras... negociante 
en grande". Mayores aún fueron sus penas morales, como la pérdida 
de su hermano Luis -comerciante ocasional y asimismo poeta-, 
quien, sin la fortaleza de Amado, desertó de la vida en plena lucha. 
Años después consignará en sus Apuntes para un libro que no escribiré
nunca, estas palabras: "Yo he visto el rayo verde, que 
trae ventura. Lo vimos en una playa mazatleca mi hermano 
y yo, una tarde de julio. Mi hermano se suicidó y yo... etcétera".
Escribió en EL Mundo Ilustrado, El Nacional, El Mundo, EL Imparcial 
y en las mejores revistas literarias. Fue copiosa su producción 
y variada: cuentos, semblanzas, artículos humorísticos, reseñas 
teatrales, crítica de libros, artículos dialogados, crónicas, etc. 
Y, además, muchos versos. Los que leyó ante el sepulcro de Manuel 
Gutiérrez Nájera, en el primer aniversario de su muerte, 
merecieron el aplauso unánime de los poetas y señalaron el punto 
de partida de su ascensión lírica.
Pero, en realidad, su nombre comenzó a difundirse en 1895 con la 
publicación de su primer libro, que no fue una colección poética, 
sino una novela corta: El Bachiller. "Por lo audaz e imprevisto de 
su forma -dice Nervo-, y especialmente de su desenlace, ocasionó 
en América tal escándalo, que me sirvió grandemente para que me 
conocieran". Juzgada a la distancia de los años, queda como una 
buena obra inicial que refleja mucho del ambiente zamorano y de 
sus propias vivencias de seminarista.
Místicas fue su primer libro de versos publicado (1898), si bien
no el primero que escribió, pues tal prioridad corresponde a 
Perlas Negras -obra de adolescencia- que salió a luz en el mismo 
año. Místicas le situó desde luego entre los poetas jóvenes de 
más claro porvenir: allí aparecía diferente a los demás y sin 
competidores en la poesía religiosa, que en este libro sonaba de 
una manera insólita y refinada.
Después de El Bachiller publicó su atrayente narración fantasista 
titulada El Donador de Almas. Ambas novelitas, juntas con Pascual 
Aguilera -obra primeriza- formaron el volumen impreso en Barcelona 
con el título de Otras Vidas. En esta época comienza a manifestar 
sus conocimientos astronómicos en que fue iniciado por Luis G. León. 
En 1899 se representó en el Teatro Principal una zarzuela 
suya, Consuelo, con la que pretendía ensayarse en otro género 
literario y trabajar por al advenimiento de un arte racional. 
No insistió en estos propósitos.
Como todos los poetas finiseculares, amaba a París y pudo conocerlo 
en 1900. Fue enviado como corresponsal de El Mundo; pero, no obstante 
que Nervo cumplía eficazmente con su encargo y de que a los lectores 
les parecían muy bellas sus correspondencias –"de México me dicen 
que dicen que se ha desàrrollado mucho mi talento en París"-, pronto 
fue despedido en forma inopinada por el gerente de la empresa. 
Y volvió a encontrarse con la pobreza, pero también se encontró 
con el amor; con el grande amor "para toda la vida"; es decir, 
con Ana Cecilia Luisa Dailliez, la dulce mujer que fue su compañera 
durante más de diez años- "encontrada en el camino de la vida el 31 
de agosto de 1901. Perdida (¿para siempre?), el 7 de enero de 1912"- 
y cuya muerte le causó "la amputación más dolorosa de sí mismo". 
Fruto de este dolor fue un libro de versos muy leído: La Amada Inmóvil.

En París conoció a Verlaine, a Moreas, a Wilde, etc., y fue amigo de 
los escritores y poetas hispanoamericanos que residían o pasaban por 
aquella Lutecia que tanto encandiló a la generación de los modernistas. 
Allí selló su amistad con Rubén Darío; amistad sin quebrantos ni 
recelos, excepcional entre los grandes artistas y justamente calificada
de ejemplar. En París publicó la versión francesa de El Bachiller 
-con el título de Orígene- y una obra poética, Poemas, que había de 
extender su celebridad en los países de habla española. Uno de estos 
poemas, La Hermana Agua, cuenta entre sus mayores aciertos.
Ya de regreso en México (1902), publicó su bello libro de prosa y 
verso llamado El Exodo y Las Flores del Camino y colaboró asiduamente
en la Revista Moderna, compartiendo después su dirección con Jesús 
E. Valenzuela. En el mismo año publicó Lira Heroica. Merced a los 
sufragios del grupo modernista, en 1903 alcanzó el triunfo de 
primacía entre los poetas mexicanos. De 1902 a 1905 trabajó 
nuevamente en El Mundo, El Imparcial y El Mundo Ilustrado. 
Sacó a luz otro libro de versos: Los Jardines Interiores, 
que es el mismo que había comenzado a preparar con el título de 
Savia Enferma. En esa misma época obtuvo, por oposición, el cargo 
de profesor de lengua castellana en la Escuela Nacional Preparatoria.
En 1905 ingresó en el servicio diplomático con la categoría de segundo
secretario adscrito a la Legación de México en Madrid. De allá enviaba
sus correspondencias a su periódico, El Mando, y a la vez escribía 
jugosos informes sobre lengua y literatura para el Boletín de la 
Secretaría de Instrucción Pública. Más tarde colaboró en periódicos 
de Buenos Aires y La Habana. En España escribió muchos de sus mejores 
libros, entre los cuales descuellan En Voz Baja, Juana de Asbaje, 
Serenidad, La Amada Inmóvil, Elevación y Plenitud.
En I9I4, con motivo de los sucesos políticos de nuestro país, cesó 
en su cargo de primer secretario y volvió una vez más a su bien amada
pobreza. El cariño que había sembrado inspiró a sus amigos españoles 
la idea de solicitar de las Cortes una pensión para el poeta; pero 
éste, con el decoro propio de su carácter, se apresuró a declinarla 
gentilmente. Más tarde fue restituido en su puesto por el Gobierno 
de México y, en I918, llamado para conferirle un nuevo cargo. Con 
credenciales de Ministro Plenipotenciario y Enviado Plenipotenciario 
ante los Gobiernos de Argentina y Uruguay, partió de México a 
principios de 1919. Fue recibido en ambos países con insólitas 
muestras de admiración y afecto.

Minado por sus males, tuvo fuerzas, sin embargo, para amar una vez 
más; en Buenos Aires encontró -dice Alfonso Méndez Plancarte- 
"su último amor humano, todo cándida limpidez y hecho por partes 
iguales de admiración, piedad y ternura". Murió en Montevideo el 
24 de mayo de 1919. Su retorno a la patria y sus funerales 
constituyeron una verdadera apoteosis. Yacen sus restos en la 
Rotonda de los Hombres Ilustres. 

Tópico muy repetido por Amado Nervo en sus diversas páginas 
autobiográficas, fue el de que carecía de historia. En 1895 
escribía: "Semejante al rey del cuento de Juan de Dios Peza, 
soy un hombre a quien jamás le sucedió cosa alguna". En su 
breve autobiografía de 1906, insistía: "Mi vida ha sido muy 
poco interesante: como los pueblos felices y las mujeres 
honradas, yo no tengo historia", palabras que después puso 
en sílabas contadas: ¿Versos autobiográficos? Ahí están mis 
canciones, allí están mis poemas: yo, como las naciones 
venturosas, y a ejemplo de la mujer honrada, no tengo 
historia: nunca me ha sucedido nada.

No obstante la afirmación, en su vida se entretejieron armoniosamente 
los sucesos dignos de mención, ya adversos, ya venturosos. Escribió 
muchos libros; fue combatido, pero a la vez amado y ensalzado; 
fue afortunado capitán en las filas del movimiento literario más 
importante que ha tenido América. Por el camino de la sinceridad, 
de la sencillez y del trabajo silencioso, llegó a situaciones 
brillantes. Justo es lo que dijo en su momento de plenitud:

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!
Sus poemas:
VIEJO ESTRIBILLO

¿Quién es esa sirena de la voz tan doliente,
de las carnes tan blancas, de la trenza tan bruna?
-Es un rayo de luna que se baña en la fuente,
es un rayo de luna...

¿Quién gritando mi nombre la morada recorre?
¿Quién me llama en las noches con tan trémulo acento?
-Es un soplo de viento que solloza en la torre,
es un soplo de viento...

Di, ¿quién eres, arcángel cuyas alas se abrasan
en el fuego divino de la tarde y que subes
por la gloria del éter? -Son las nubes que pasan;
mira bien, son las nubes...

¿Quién regó sus collares en el agua, Dios mío?
Lluvia son de diamantes en azul terciopelo...
-Es la imagen del cielo que palpita en el río,
es la imagen del cielo...

¡Oh, Señor! La belleza sólo es, pues, espejismo!
nada más Tú eres cierto, sé Tú mi último Dueño.
¿Dónde hallarte, en el éter, en la tierra, en mí mismo?
-Un poquito de ensueño te guiará en cada abismo,
un poquito de ensueño...

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EL CELAJE

¿A dónde fuiste, amor; a dónde fuiste?
Se extinguió en el poniente el manso fuego,
y tú que me decías: "Hasta luego,
volveré por la noche"... ¡No volviste!

¿En que zarzas tu pie divino heriste?
¿Que muro cruel te ensordeció a mi ruego?
¿Que nieve supo congelar tu apego
y a tu memoria hurtar mi imagen triste?

¡Amor, ya no vendrás! En vano, ansioso,
de mi balcón atalayando vivo
el campo verde y el confín brumoso.

Y me finge un celaje fugitivo
nave de luz en que, al final reposo,
va tu dulce fantasma pensativo.

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EN PAZ 
Artifex vitae artifex sui

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida, 
porque nunca me diste ni esperanza fallida, 
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;

Porque veo al final de mi rudo camino 
que yo fui el arquitecto de mi propio destino; 
que si extraje las mieles o la hiel de las cosas, 
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas: 
cuando planté rosales coseché siempre rosas. 

...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno: 
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!

Hallé sin duda largas las noches de mis penas; 
mas no me prometiste tan sólo noches buenas; 
y en cambio tuve algunas santamente serenas...

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. 
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

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RÉQUIEM

¡Oh, Señor, Dios de los ejércitos,
eterno Padre, eterno Rey,
por este mundo que creaste
con la virtud de tu poder; 
porque dijiste: la luz sea,
y a tu palabra la luz fue;

porque coexistes con el Verbo,
porque contigo el Verbo es
desde los siglos de los siglos
y sin mañana y sin ayer,
requiem aeternam dona eis, Domine,
el lux perpetua luceat eis!

¡Oh, Jesucristo, por el frío
de tu pesebre de Belén,
por tus angustias en el Huerto,
por el vinagre y por la hiel,
por las espinas y las varas
con que tus carnes desgarré,
y por la cruz en que borraste
todas las culpas de Israel;
Hijo del Hombre, desolado,
trágico Dios, tremendo Juez:
requiem aeternam dona eis, Domine,
el lux perpetua luceat eis!

Divino Espíritu, Paráclito,
aspiración del gran Iavéh,
que unes al Padre con el Hijo,
y siendo El Uno sois los Tres;
por la paloma de alas níveas,
por la inviolada doncellez
de aquella Virgen que en su vientre
llevó al Mesías Emmanuel;
por las ardientes lenguas rojas
con que inspiraste ciencia y fe
a los discípulos amados
de Jesucristo, nuestro bien:
¡requiem aeternam dona eis, Domine,
el lux perpetua luceat eis!

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SI UNA ESPINA ME HIERE...

¡Si una espina me hiere, me aparto de la espina,
...pero no la aborrezco! Cuando la mezquindad
envidiosa en mí clava los dardos de su inquina,
esquívase en silencio mi planta, y se encamina hacia más puro 
ambiente de amor y caridad.

¿Rencores? ¡De qué sirven! ¿Qué logran los rencores?
Ni restañan heridas, ni corrigen el mal.
Mi rosal tiene apenas tiempo para dar flores,
y no prodiga savias en pinchos punzadores: 
si pasa mi enemigo cerca de mi rosal,

se llevará las rosas de más sutil esencia;
y si notare en ellas algún rojo vivaz,
¡será el de aquella sangre que su malevolencia
de ayer vertió, al herirme con encono y violencia,
y que el rosal devuelve, trocado en flor de paz!

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EL TORBELLINO

»Espíritu que naufraga
en medio de un torbellino,
porque manda mi destino
que lo que no quiero haga;

»frente al empuje brutal
de mi terrible pasión,
le pregunto a mi razón
dónde están el bien y el mal;

»quién se equivoca, quién yerra;
la conciencia, que me grita:
¡Resiste!, llena de cuita,
o el titán que me echa en tierra.

»Si no es mío el movimiento
gigante que me ha vencido,
¿por qué, después de caído,
me acosa el remordimiento?

»La peña que fue de cuajo
arrancada y que se abisma,
no se pregunta a sí misma
por qué cayó tan abajo;

»mientras que yo, ¡miserable!,
si combato, soy vencido,
y si caigo, ya caído
aún me encuentro culpable,

»¡y en el fondo de mi mal,
ni el triste consuelo siento
de que mi derrumbamiento
fue necesario y fatal!»

Así, lleno de ansiedad
un hermano me decía,
y yo le oí con piedad,
pensando en la vanidad
de toda filosofía...,
y clamé, después de oír
«¡Oh, mi sabio no saber,
mi elocuente no argüir,
mi regalado sufrir,
mi ganancioso perder!»

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VIA, VERITAS ET VITA

Ver en todas las cosas
del Espíritu incógnito las huellas;
contemplar
sin cesar,
en las diáfanas noche misteriosas,
la santa desnudez de las estrellas...
¡Esperar!
¡Esperar!
¿Qué? ¡Quién sabe! Tal vez una futura
y no soñada paz... Sereno y fuerte,
correr esa aventura
sublime y portentosa de la muerte.

Mientras, amarlo todo... y no amar nada,
sonreír cuando hay sol y cuando hay brumas;
cuidar de que en el áspera jornada
no se atrofien las alas, ni oleada
de cieno vil ensucie nuestras plumas.

Alma: tal es la orientación mejor,
tal es el instintivo derrotero
que nos muestra un lucero
interior.

Aunque nada sepamos del destino,
la noche a no temerlo nos convida.
Su alfabeto de luz, claro y divino,
nos dice: "Ven a mí: soy el Camino,
la Verdad y la Vida.

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¡OH CRISTO!

»Ya no hay un dolor humano que no sea mi dolor;
ya ningunos ojos lloran, ya ningún alma se angustia
sin que yo me angustie y llore;
ya mi corazón es lámpara fiel de todas las vigilias,
¡oh, Cristo!
»En vano busco en los hondos escondrijos de mi ser
para encontrar algún odio: nadie puede herirme ya
sino de piedad y amor. Todos son yo, yo soy todos,
¡oh, Cristo!

»¡Que importan males o bienes! Para mí todos son bienes.
El rosal no tiene espinas: para mí sólo da rosas.
¿Rosas de pasión?‚ ¡Que importa! Rosas de celeste esencia,
purpúreas como la sangre que vertiste por nosotros,
¡oh, Cristo!»

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DEIDAD

Como duerme la chispa en el guijarro
y la estatua en el barro,
en ti duerme la divinidad.
Tan sólo en un dolor constante y fuerte
al choque, brota de la piedra inerte
el relámpago de la deidad.
No te quejes, por tanto, del destino,
pues lo que en tu interior hay de divino
sólo surge merced a él.
Soporta, si es posible, sonriendo,
la vida que el artista va esculpiendo,
el duro choque del cincel.

¿Qué importan para ti las horas malas,
si cada hora en tus nacientes alas
pone una pluma bella más?
Ya verás al cóndor en plena altura,
ya verás concluida la escultura,
ya verás, alma, ya verás...
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UNO CON ÉL

Eres uno con Dios, porque le amas,
tu pequeñez ¡qué importa y tu miseria!;
eres uno con Dios, porque le amas.

Le buscaste en los libros,
le buscaste en los templos,
le buscaste en los astros,
y un día el corazón te dijo, trémulo:
"Aquí está", y desde entonces ya sois uno,
ya sois uno los dos, porque le amas.

No podrán separaros 
ni el placer de la vida
ni el dolor de la muerte.

En el placer has de mirar su rostro,
en el valor has de mirar su rostro,
en vida y muerte has de mirar su rostro.

"¡Dios!" dirás en los besos,
dirás "Dios" en los cantos,
dirás "Dios" en los ayes.

Y comprendiendo al fin que es ilusorio
todo pecado (como toda vida),
y que nada de 
Él, puede separarte,
uno con Dios te sentirás por siempre:
uno solo con Dios ¡porque le amas!
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JESÚS

Jesús no vino al mundo de "los cielos".
Vino del propio fondo de las almas;
de donde anida el yo: de las regiones
internas del Espíritu.

¿Por qué buscarle encima de las nubes?
Las nubes no son el trono de los dioses.
¿Por qué buscarle en los candentes astros?
Llamas son como el sol que nos alumbra,
orbes, de gases inflamados... Llamas
nomás. ¿Por qué buscarle en los planetas?
Globos son como el nuestro, iluminados
por una estrella en cuyo torno giran.

Jesús vino de donde
vienen los pensamientos más profundos
y el más remoto instinto.
No descendió: emergió del océano
sin fin del subconsciente;
volvió a él, y ahí está, sereno y puro.
Era y es un eón. El que se adentra
osado en el abismo
sin playas de sí mismo,
con la luz del amor, ese le encuentra.
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KALPA

-¿Queréis que todo esto vuelva a empezar?
-Sí -responden a coro.
Also Sprach Zarathustra

En todas las eternidades
que a nuestro mundo precedieron,
¿cómo negar que ya existieron 
planetas con humanidades;

y hubo Homeros que describieron
las primeras heroicidades,
y hubo Shakespeares que ahondar supieron
del alma en las profundidades.?

Serpiente que muerdes tu cola,
inflexible círculo, bola
negra, que giras sin cesar,

refrán monótono del mismo
canto, marea del abismo,
¿sois cuento de nunca acabar?...

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IDENTIDAD

Tat tuam asi
(Tú eres esto: es decir, tú eres uno
y lo mismo que cuanto te rodea;
tú eres la cosa en sí
)

El que sabe que es uno con Dios, logra el Nirvana:
un Nirvana en que toda tiniebla se ilumina;
vertiginoso ensanche de la conciencia humana,
que es sólo proyección de la Idea Divina
en el Tiempo...

El fenómeno, lo exterior, vano fruto
de la ilusión, se extingue: ya no hay pluralidad,
y el yo, extasiado, abísmase por fin en lo absoluto,
y tiene como herencia ¡toda la eternidad!
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BRAHMA NO PIENSA...
Ego sum quo sum.

Brahma no piensa: pensar limita.
Brahma no es bueno ni malo, pues
las cualidades en su infinita
sustancia huelgan. Brahma es lo que es.

Brahma, en un éxtasis perenne, frío,
su propia esencia mirando está.
Si duerme, el Cosmos torna al vacío:
mas si despierta renacerá!
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LA SOMBRA DEL ALA

Tú que piensas que no creo
cuando argüimos los dos,
no imaginas mi deseo,
mi sed, mi hambre de Dios;

ni has escuchado mi grito
desesperante, que puebla
la entraña de la tiniebla
invocando al Infinito;
ni ves a mi pensamiento,
que empañado en producir
ideal, suele sufrir
torturas de alumbramiento.

Si mi espíritu infecundo
tu fertilidad tuviese,
forjado ya un cielo hubiese
para completar su mundo.

Pero di, qué esfuerzo cabe
en un alma sin bandera
que lleva por dondequiera
tu torturador ¡quién sabe!;

que vive ayuna de fe
y, con tenaz heroísmo,
va pidiendo a cada abismo
y a cada noche un ¿por qué?

De todas suertes, me escuda 
mi sed de investigación,
mi ansia de Dios, honda y muda;
y hay más amor en mi duda
que en tu tibia afirmación.

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LA PUERTA

Por esa puerta huyo, diciendo: "¡Nunca!"
Por esa puerta ha de volver un día...
Al cerrar esa puerta, dejo trunca
la hebra de oro de la esperanza mía.
Por esa puerta ha de volver un día.

Cada vez que el impulso de la brisa,
como una mano débil, indecisa,
levemente sacude la vidriera
palpita más aprisa, más aprisa
mi corazón cobarde que la espera.

Desde mi mesa de trabajo veo
la puerta con que sueñan mis antojos,
y acecha agazapado mi deseo
en el trémulo fondo de sus ojos.

¿Por cuanto tiempo, solitario, esquivo
he de aguardar con la mirada incierta
a que Dios me devuelva compasivo
a la mujer que huyó por esa puerta?

¿Cuando habrán de temblar esos cristales
empujados por sus manos ducales
y, con su beso ha de llegarme ella
cual me llega en las noches invernales
el ósculo piadoso de una estrella?

¡Oh, Señor!, ya la Pálida está alerta:
¡Oh, Señor!, ¡cae la tarde ya en mi vía
y se congela mi esperanza yerta!
¡Oh, Señor!, ¡has que se abra al fin la puerta
y entre por ella la adorada mía!
¡Por esa puerta ha de volver un día!

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ÉXTASIS

Cada rosa gentil ayer nacida,
cada aurora que apunta entre sonrojos,
dejan mi alma en el éxtasis sumida
¡nunca se cansan de mirar mis ojos
el perpetuo milagro de la vida!

Años ha que contemplo las estrellas
en las diáfanas noches españolas
y las encuentro cada vez mas bellas.
Años ha que en el mar conmigo a solas,
¡y aún me pasma el prodigio de las olas!

Cada vez hallo la naturaleza
más sobrenatural, más pura y santa,
Para mí, en rededor, todo es belleza:
y con la misma plenitud me encanta
la boca de la madre cuando reza
que la boca del niño cuando canta.

Quiero ser inmortal con sed intensa,
porque es maravilloso el panorama
con que nos brinda la creación inmensa;
porque cada lucero me reclama,
diciéndome al brillar: "Aquí se piensa,
también aquí se lucha, aquí se ama."

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SI TÚ ME DICES VEN

Si tú me dices ven, lo dejo todo... 
No volveré siquiera la mirada 
para mirar a la mujer amada... 
Pero dímelo fuerte, de tal modo
que tu voz como toque de llamada,
vibre hasta el más íntimo recodo
del ser, levante el alma de su lodo
y hiera el corazón como una espada.

Si tú me dices ven, todo lo dejo...
Llegaré a tu santuario casi viejo,
y al fulgor de la luz crepuscular,

más he de compensarte mi retardo,
difundiéndome ¡Oh, Cristo! como un nardo
de perfume sutil, ante tu altar.

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VIII

Al oír tu dulce acento
me subyuga la emoción,
y en un mudo arrobamiento
se arrodilla el pensamiento
y palpita el corazón...
Al oír tu dulce acento.

Canta, virgen, yo lo imploro;
que tu voz angelical
semeja el rumor sonoro
de leve lluvia de oro
sobre campo de cristal.
Canta, virgen, yo lo imploro:
es de alondra tu garganta,
¡Canta!

¡Qué vagas melancolías
hay en tu voz! Bien se ve
que son amargos tus días.
Huyeron las alegrías,
tu corazón presa fue
de vagas melancolías.

¡Por piedad! ¡No cantes ya,
que tu voz al alma hiere!
Nuestro amor, ¿en dónde está?
Ya se fue..., todo se va...
Ya murió..., todo se muere...
Por piedad, no cantes ya,
que la pena me avasalla...
¡Calla!

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A KEMPIS

Ha muchos años que busco el yermo,
ha muchos años que vivo triste,
ha muchos años que estoy enfermo,
¡y es por el libro que tu escribiste!

¡Oh Kempis, antes de leerte amaba
la luz, las vegas, el mar Océano;
mas tú dijiste que todo acaba,
que todo muere, que todo es vano!

Antes, llevado de mis antojos,
besé los labios que al beso invitan,
las rubias trenzas, los grande ojos,
¡sin acordarme que se marchitan!

Mas como afirman doctores graves,
que tú, maestro, citas y nombras,
que el hombre pasa como las naves,
como las nubes, como las sombras...,

huyo de todo terreno lazo,
ningún cariño mi mente alegra,
y con tu libro bajo del brazo
voy recorriendo la noche negra...

¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo,
pálido asceta, qué mal me hiciste!
¡Ha muchos años que estoy enfermo,
y es por el libro que tú escribiste!
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V

¿Ves el sol, apagando su luz pura
en las ondas del piélago ambarino?
Así hundió sus fulgores mi ventura
para no renacer en mi camino.

Mira la luna: desgarrando el velo
de las tinieblas, a brillar empieza.
Así se levantó sobre mi cielo
el astro funeral de la tristeza.

¿Ves el faro en la peña carcomida
que el mar inquieto con su espuma alfombra?
Así radia la fe sobre mi vida,
solitaria, purísima, escondida:
¡cómo el rostro de un ángel en la sombra!
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VI

Rindióme al fin el batallar continuo
de la vida social; en la contienda,
envidiaba la dicha del beduíno
que mora en libertad bajo su tienda.

Huí del mundo a mi dolor extraño,
llevaba el corazon triste y enfermo,
y busqué , como Pablo el Ermitaño,
la inalterable soledad del yermo.

Allí moro, allí canto, de la vista
del hombre huyendo, para el goce muerto,
y bien puedo decir como el Bautista:
¡Soy la voz del que clama en el desierto!


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XXIX

Yo amaba lo azul con ardimiento:
las montañas excelsas, los sutiles
crespones de zafir del firmamento,
el piélago sin fin, cuyo lamento
arrulló mis ensueños juveniles.

Callaba mi laúd cuando despliega
cada estrella purísima su broche,
el universo en la quietud navega,
y la luna, hoz de plata, surge y siega
el haz de espesas sombras de la noche.

Cantaba, si la aurora descorría
en el oriente sus rosados velos,
si el aljófar al campo descendía,
y el sol, urna de oro que se abría,
inundaba de luz todos los cielos.

Mas hoy amo la noche, la galana,
de dulce majestad, horas tranquilas
y solemnes, la nubia soberana,
la de espléndida pompa americana:
¡La noche tropical de tus pupilas!

Hoy esquivo del alba los sonrojos,
su saeta de oro me maltrata,
y el corazón, sin pena y sin enojos,
tan sólo ante lo negro de tus ojos
como el iris del buho se dilata.

¿Qué encanto hubiera semejante al tuyo,
oh, noche mía? ¡Tu beldad me asombra!
Yo, que esplendores matutinos huyo,
¡dejo el alma que agite, cual cocuyo,
sus alas coruscantes en tu sombra!

Si siempre he de sentir esa mirada
fija en mi rostro, poderosa y tierna,
¡adiós, por siempre adiós, rubia alborada!
doncella de la veste sonrosada:
¡que reine en mi redor la noche eterna!

¡Oh, noche! Ven a mí llena de encanto;
mientras con vuelo misterioso avanzas,
nada más para ti será mi canto,
y en los brunos repliegues de tu manto,
su cáliz abrirán mis esperanzas!
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XXXIII

Amiga, mi larario está vacío:
desde que el fuego del hogar no arde,
nuestros dioses huyeron ante el frío;
hoy preside en sus tronos el hastío
las nupcias del silencio y de la tarde.

El tiempo destructor no en vano pasa;
los aleros del patio están en ruinas;
ya no forman allí su leve casa,
con paredes convexas de argamasa
y tapíz del plumón, las golondrinas.

¡Qué silencio el del piano! Su gemido
ya no vibra en los ámbitos desiertos;
los nocturnos y scherzos han huído...
¡Pobre jaula sin aves! ¡Pobre nido!
¡Misterioso ataúd de trinos muertos!

¡Ah, si vieras tu huerto! Ya no hay rosas,
ni lirios, ni libélulas de seda,
ni cocuyos de luz, ni mariposas...
Tiemblan las ramas del rosal, medrosas;
el viento sopla, la hojarasca rueda.

Amiga, tu mansión está desierta;
el musgo verdinegro que decora
los dinteles ruinosos de la puerta,
parece una inscripción que dice: ¡Muerta!
El cierzo pasa, y suspirando: ¡Llora!
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XLII

Yo también, cual los héroes medievales
que viven con la vida de la fama,
luché por tres divinos ideales:
¡por mi Dios, por mi Patria y por mi Dama!

Hoy que Dios ante mí su faz esconde,
que la Patria me niega su ternura
de madre, y que a mi acento no responde
la voz angelical de la Hermosura,

rendido bajo el peso del destino
esquivando el combate, siempre rudo,
heme puesto a la vera del camino,
resuelto a descansar sobre mi escudo.

Quizá mañana, con afán contrario,
ajustándome el casco y la loriga,
de nuevo iré tras el combate diario,
exclamando: ¡Quién me ame, que me siga!

Mas hoy dejadme, aunque a la gloria pese,
dormir en paz sobre mi escudo roto;
dejad que en mi redor el ruido cese,
que la brisa noctívaga me bese
y el Olvido me dé su flor de loto.
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Para José I. Bandera

Yo tuve un ideal, ¿en dónde se halla?
Albergué una virtud, ¿por qué se ha ido?
Fui templado, ¿do está mi recia malla?
¿En qué campo sangriento de batalla
me dejaron así, triste y vencido?

¡Oh, Progreso, eres luz! ¿Por qué no llena
tu fulgor mi conciencia? Tengo miedo
a la duda terrible que envenena,
y que miras rodar sobre la arena
¡y, cual hosca vestal, bajas el dedo!

¡Oh, siglo decadente, que te jactas
de poseer la verdad!, tú que haces gala
de que con Dios, y con la muerte pactas,
devuélveme mi fe, yo soy un Chactas
que acaricia el cadáver de su Atala...

Amaba y me decías: <analiza>,
y murió mi pasión; luchaba fiero
con Jesús por coraza, triza a triza,
el filo penetrante de tu acero.

¡Tengo sed de saber y no me enseñas;
tengo sed de avanzar y no me ayudas;
tengo sed de creer y me despeñas
en el mar de teorías en que sueñas
hallar las soluciones de tus dudas!

Y caigo, bien lo ves, y ya no puedo
batallar sin amor, sin fe serena
que ilumine mi ruta, y tengo miedo...
¡Acógeme, por Dios! Levanta el dedo,
vestal, ¡que no me maten en la arena!

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LA CANCI
Ó N DE FLOR DE MAYO

Flor de Mayo como un rayo
de la tarde se moría...
Yo te quise, Flor de Mayo,
tú lo sabes; ¡pero Dios no lo quería!

Las olas vienen, las olas van,
cantando vienen, cantando irán.

Flor de Mayo ni se viste
ni se alahaja ni atavía;
¡Flor de Mayo está muy triste!
¡Pobrecita, pobrecita vida mía!

Cada estrella que palpita,
desde el cielo le habla asi:
"Ven conmigo, Florecita,
brillarás en la extensión igual a mí"

Flor de Mayo, con desmayo,
le responde: "¡Pronto iré!"
.......................
Se nos muere Flor de Mayo,
¡Flor de Mayo, la Elegida, se nos fue!

Las olas vienen, las olas van,
cantando vienen, llorando irán...

"¡No me dejes!" yo le grito:
"¡No te vayas dueño mío,
el espacio es infinito
y es muy negro y hace frío, mucho frío!"

Sin curarse de mi empeño,
Flor de Mayo se alejó,
Y en la noche, como un sueño
misteriosamente triste se perdió.

Las olas vienen, las olas van,
cantando vienen, ¡ay, cómo irán!

Al amparo de mi huerto
una sola flor crecía:
Flor de Mayo, y se me ha muerto...
Yo la quise, ¡Pero Dios no lo quería!
ENVÍ O
La canción que me pediste
la compuse y aquí está:
Cántala bajito y triste;
ella duerme (para siempre);
la canción la arrullará
Cántala bajito y triste;
cántala...


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PASAS POR EL ABISMO DE MIS TRISTEZAS

Pasas por el abismo de mis tristezas
como un rayo de luna sobre los mares,
ungiendo lo infinito de mis pesares
con el nardo y la mina de tus ternezas.

Ya tramonta mi vida; la tuya empiezas;
mas, salvando del tiempo los valladares,
como un rayo de luna sobre los mares
pasas por el abismo de mis tristezas.

No más en la tersura de mis cantares
dejará el desencanto sus asperezas;
pues Dios, que dio a los cielos sus luminares,
quiso que atravesaras por mis tristezas
como un rayo de luna sobre los mares.

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YO VENGO DE UN BRUMOSO PA
Í S LEJANO

Yo vengo de un brumoso país lejano
regido por un viejo monarca triste...
Mi numen sólo busca lo que es arcano,
mi numen sólo adora lo que no existe;

tú lloras por un sueño que está lejano,
tú aguardas un cariño que ya no existe,
se pierden tus pupilas en el arcano
como dos alas negras, y estás muy triste.

Eres mía: nacimos de un mismo arcano
y vamos, desdeñosos de cuanto existe,
en pos de ese brumoso país lejano,
regido por un viejo monarca triste...

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AZRAEL 

Azrael, abre tu ala negra, y honda,
cobíjeme su palio sin medida,
y que a su abrigo bienechor se esconda
la incurable tristeza de mi vida.

Azrael, ángel bíblico, ángel fuerte,
ángel de redención, ángel sombrío,
ya es tiempo que consagres a la muerte
mi cerebro sin luz: altar vacío...

Azrael, mi esperanza es una enferma;
ya tramonta mi fe; llegó el ocaso,
ven, ahora es preciso que yo duerma...
¿Morir..., dormir..., dormir...? ¡Soñar acaso!
Ramón López Velarde 
(1881-1921)
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Pocos paralelos a Ramón López Velarde pueden encontrarse en la historia de nuestra literatura, no sólo por su genio y la calidad de su lenguaje, sino porque a él se debe, en mucho, el cierre del modernismo y la fundación de nuestra poesía contemporánea. Fue un hombre de su tiempo, que recibió numerosas influencias literarias asumidas y no.
Nacido en Jerez de la Frontera, Zacatecas, en el mismo año en que Rubén Darío publicó su revista Azul, López Velarde empezó a escribir cuando ingresó en el Seminario Conciliar de Zacatecas en el año de 1900. Después fue a estudiar al Seminario de Santa María de Guadalupe en Aguascalientes y posteriormente al Instituto de Ciencias de la misma ciudad.
En 1908 ingresó al Instituto de Científico y Literario de San Luis Potosí y colaboró en periódicos y revistas de provincia. Aunque conoció a Francisco I. Madero en 1910 y le simpatizó el movimiento revolucionario, no fue seguidor de esta causa.
En 1911 recibió el título de abogado y ejerció su profesión como juez en El Venado, San Luis Potosí, en 1912 va a la Ciudad de México y al año siguiente vuelve a San Luis Potosí. Inconforme con su suerte o, tal vez impedido por la tormenta revolucionaria, se traslada definitivamente a la capital en 1914.
En periódicos y revistas de la Ciudad de México publica con regularidad ensayos, poemas, periodismo político, ensayos breves y crónicas, y aquí, como diría José Luis Martínez, "cumple el destino oscuro de los pretendientes sin título en la corte": ocupa modestos puestos burocráticos y docentes, entabla rápidas y efusivas amistades entre el mundillo periodístico y bohemio y se inicia con arrojo, pero también con timidez y freno religioso al erotismo al que puede acceder.
En 1916 aparece su primer libro, editado por Revista de Revistas, consagrado " a los espíritus de Gutiérrez Nájera y Othón" . Se titula La Sangre devota y título y contenido, delatan su nostalgia por la provincia, el fervor de su pureza y la figura de la musa de sus primeros versos, la mítica Fuensanta. Este amor primero, se llamó en realidad Josefa de los Ríos, era también oriunda de Jerez, ocho años mayor que el poeta, murió en 1917 y seguramente no tuvo una relación, más que platónica, con el joven López Velarde.
En 1916 inició una relación sentimental con Margarita Quijano, maestra culta y hermosa, diez años mayor que él y que fue breve, ya que ella la terminó por "mandato divino".
En su segundo libro, Zozobra, de 1919 pueden advertirse ya las marcas, las "flores de pecado", como el las llama, resultantes de haber vivido en la ciudad. En ese momento tiene 31 años y continúa soltero.
En este año, un amigo de la escuela de Leyes de San Luis Potosí, Manuel Aguirre Berlanga, secretario de Gobernación lo lleva a trabajar a su lado. En mayo del año siguiente, 1920, la rebelión obregonista hace huir al gobierno y el presidente Carranza es asesinado en Tlaxacalaltongo el 21 de mayo. El poeta pierde su trabajo y decide no colaborar más con el gobierno, sin embargo, en 1921, cerca del aniversario de la Independencia escribe uno de sus trabajos más conocidos: La Suave Patria
Este fracaso, aunado a lo que él sobrellevó también como un fracaso sentimental, acabaron con su ánimo: un año más tarde, en 1921, muere en la madrugada del 19 de junio asfixiado por la neumonía y la pleuresía, en una casa de apartamentos de la Avenida Alvaro Obregón, entonces Avenida Jalisco. Lo habían matado, dice José Luis Martínez, "dos de esas fuerzas malignas de las ciudades que tanto temiera: el vaticinio de una gitana que le anunció la muerte por asfixia y un paseo nocturno, después del teatro y la cena, en que pretendió oponerse al frío del valle, sin abrigo, porque quería seguir hablando de Montaigne".
Las poesías que dejó a su muerte fueron reunidas en el libro Son del corazón y su prosa, que incluye comentarios líricos, retratos literarios, críticas, recuerdos de provincia, temas del momento, etc. fueron reunidos Enrique Fernández Ledesma en El minutero.
Sus poemas:
Me arrancaré, mujer, el imposible
amor de melancólica plegaria,
y aunque se quede el alma solitaria
huirá la fe de mi pasión risible.
Iré muy lejos de tu vista grata
y morirás sin mi cariño tierno,
como en las noches del helado invierno
se extingue la llorosa serenata.
Entonces, al caer desfallecido
con el fardo de todos mis pesares,
guardaré los marchitos azahares
entre los pliegues del nupcial vestido.
Huérfano quedará mi corazón
alma del alma, si te vas de ahí,
y para siempre lloraré por ti
enfermo de amorosa consunción.
Triste renuncio a las venturas todas
de tu suave y eterna compañía,
hoy que se apaga con la dicha mía,
el altar que soñé para mis bodas.
Y el templo aquel de claridad incierta
y tú, como las vírgenes vestida,
brillarán en la noche de mi vida
como la luz de la esperanza muerta.
Al decir que las penas son fugaces
en tanto que la dicha persevera,
tu cara es sugestiva y hechicera
y juegan a los novios los rapaces.
Al escuchar la apología que haces
del mejor de los mundos, se creyera
que lees a Abelardo... En voz parlera
dialogas con los pájaros locuaces.
De pronto, sin que tú me lo adivines,
cual por un sortilegio se contrista
mi alma con la visión de los jardines,
mientras oigo sonar plácidamente
los trinos de tu plática optimista
y el irisado chorro de la fuente.
Tú no eres en mi huerto la pagana
rosa de los ardores juveniles;
te quise como a una dulce hermana
y gozoso dejé mis quince abriles
cual un ramo de flores de pureza
entre tus manos blancas y gentiles.
Humilde te ha rezado mi tristeza
como en los pobres templos parroquiales
el campesino ante la virgen reza.
Antífona es su voz, y en los corales
de tu mística boca he descubierto
el sabor de los besos maternales.
Tus ojos tristes, de mirar incierto,
recuérdanme dos lámparas prendidas
en la penumbra de un altar desierto.
Las palmas de tus manos son ungidas
por mí, que provocando tus asombros
las beso en las ingratas despedidas.
Soy débil, y al marchar por entre escombros
me dirige la fuerza de tu planta
y reclino las sienes en tus hombros.
Nardo es tu cuerpo y tu virtud es tanta
que en tus brazos beatíficos me duermo
como sobre los senos de una Santa.
¡Quién me otorgara en mi retiro yermo
tener, Fuensanta, la condescendencia
de tus bondades a mi amor enfermo
como plenaria y última indulgencia!
Esta novia del alma con quien soñé en un día
fundar el paraíso de una casa risueña
y echar, pescando amores, en el mar de la vida
mis redes, a la usanza de la edad evangélica.
Es blanca como la hostia de la primera misa
que en una azul mañana miró decir la tierra
luce negros los ojos, la túnica sombría
y en un ungir las heridas las manos beneméritas.
Dormir en paz se puede sobre sus castos senos
de nieve, que beatos se hinchan como frutas
en la heredad de Cristo, celeste jardinero;
tiene propiedades hondas y los labios de azúcar,
y por su grave porte se asemeja al excelso
retrato de la Virgen pintado por San Lucas.
Tú, Fuensanta, me libras de los lazos del mal;
queman mi boca exangüe de Isaías los carbones;
por ti me dan los cielos profundas contriciones
y el ensueño me otorga su gracia episcopal.
Para comer las viandas del convite nupcial
en que se han desposado nuestros dos corazones,
tomo el báculo y ciño mis pies y mis riñones
cual se hacía en las fiestas del Cordero Pascual.
Las llaves con que he abierto tu corazón, mis llaves
sagradas son las mismas de Pedro el Pescador;
y mis alejandrinos, por tristes y por graves,
son como los versículos proféticos de un canto,
y hasta las doce horas de mis días de amor
serán los doce frutos del Espíritu Santo
A fuerza de quererte
me he convertido, Amor, en alma en pena.
¿Por qué, Fuensanta mía,
si mi pasión de ayer está ya muerta
y en tu rostro se anuncia los estragos
de la vejez temida que se acerca,
tu boca es una invitación al beso
como lo fue en lejanas primaveras?
Es que mi desencanto nada puede
contra mi condición de ánima en pena
si a pesar de tus párpados exangües
y las blancuras de tu faz anémica,
aún se tiñen tus labios
con el color sangriento de las fresas.
A fuerza de quererte
me he convertido, Amor, en alma en pena,
y con el candor angélico de tu alma
seré una sombra eterna.
¡Ay de Dios, que tu palabra
me tiene embrujada 
el alma!
Mi lírica adolescencia
y tu existencia 
gitana
se dicen en la ventana
cosas
de amor y buenaventura
en estas noches lluviosas.
Juran por Cristo, venerables dueñas,
de quien llora en el vientre de la madre
conoce del futuro; tú gemiste
antes de que nacieras, y por eso
tus artes de gitana me iluminan
en los discursos de tu voz profética.
Me haces la caridad de tu palabra
y por oírte hablar quedan las cosas
enmudecidas religiosamente,
y yo me maravillo del concepto
que en tu boca, Fuensanta, se hace música,
y me quedo pendiente de tus labios
como quien se divierte con cristales.
Me embelesa el decoro de tu plática,
y ante tu vista escrutadora extiendo
la palma de las manos, predices
mi destino en lenguaje milagroso.

Y sigues conversando, eres la clave
del dolor y del gozo; abarca todas
las horas venideras, la mirada
de tus ojos sintéticos, bien mío.
y con tu rostro ecuánime subyugas
¡oh tú, la bienpensada que conversas
cual si hubieses venido del misterio!
¡Si me quitan el regalo
de tus proféticos labios,
me muero de desencanto!
Dios quiera
que se conserve el prodigio
de tu palabra hechicera
para decirme en voz baja 
cosas
de amor y buenaventura
en estas noches lluviosas.
Y nuestro dulce noviazgo
será, Fuensanta, una flor
con un pétalo de enigma
y otro pétalo de amor.
¡Tú me dirás del enigma,
yo te diré del amor!
¡Ay de Dios, que tu palabra
me tiene embrujada 
el alma!
Tus ventanas, con pájaros y flores
tus ventanas que miran al Oriente,
están esclarecidas con la gracia
de la aurora riente
que con primicias de su luz decora
la virtud de tu frente.
Tus ventanas de antigua arquitectura
en que el canario, a trinos, alborota
la paz de tu silencio provinciano;
ventanas en que flota,
para embriaguez de los amantes fieles,
la desmayada ofrenda del perfume
de rosas y claveles...
Tus ventanas, Amor, de cuya clave
quise colgar la jaula de mi dicha
para que la cuidaras como una ave;
ventana de madera
en que en vano soñé dejar prendida
mi devoción como una enredadera...
Tus ventanas que miran al oriente
y madrugan, fragantes, de limpieza
¿esperaron un alba,
de cándida belleza
o el regreso del novio
que anda en tierras de olvido,
o esperan, acaso,
el milagro de un sol desconocido?
Ventanas que rondé
en la alborada de mis mocedades,
rejas con agua, y luz, y caracoles
en que Ella gusta de escuchar el sordo
fragor de las marinas tempestades;
rejas dignas de célebres idilios,
rejas de mi noviazgo adolescente,
que yo os mire de nuevo
¡oh ventanas abiertas al Oriente!
Fuensanta, dulce amiga,
blanca y leve mujer,
dueña ideal de mi primer suspiro
y mis copiosas lágrimas de ayer;
enlutada que un día de entusiasmo
soñé condecorar,
prendiendo, en la alborada de las nupcias,
en el negro mobiliario de tu pecho
una fecunda rama de azahar.
Dime ¿es verdad que ha muerto mi quimera,
y el idólatra de tu palidez
no volverá a soñar con el milagro
de la diáfana rosa de tu tez?
(Así interrogo en la profunda noche
mientras las nubes van
cual pesadillas lóbregas, y gimen,
a distancia, unos huérfanos sin pan.)
De las cercanas torres
bajo el fúnebre son
de un toque de difuntos, y Fuensanta
clama en un gesto de desolación:

"¿No escuchas las esquilas agoreras?
¡Tocan a muerto por nuestra ilusión!
Me duele ser cruel 
y quitar de tus labios
la última gota de la vieja miel.
"Mas el cadáver del amor con alas
con que en horas de infancia me quisiste,
yo lo he de estrechar
contra mi pecho fiel, y en una urna
presidirá los lutos de mi hogar."
Hemos callado porque nuestras almas
están bien enclavadas en su cruz.
Me despido... Ella guía,
llevando, en un trasunto de Evangelio,
en las frágiles manos una luz.
Pero apenas llegados al umbral,
suspiro de alma en pena
o soplo del Espíritu del mal,
un golpe de aire marea la bujía...
Aúlla un perro en la calma sepulcral...
fue así como Fuensanta y el idólatra
nos dijimos adiós en las tinieblas
de la noche fatal.
En los prados de tu huerto
a la luz del plenilunio
se moría cada flor,
y concurriendo a una extraña
complicidad de infortunio,
en el rosal de mi vida
se deshojaba el amor.
Bien pudiera el peregrino
hacer estación romántica
a la mitad del camino,
y desgranar un rosario
de cuentas sentimentales
por aquel deshojamiento
del alma y de los rosales.
¡Oh novia! Siempre querida,
cuyas pupilas llorosas
contemplaron la caída
de pétalos y esperanzas
sobre la faz de las cosas,
cuando en la calma nocturna
se deshojaban a un tiempo
las quimeras y las rosas.
A Josefa De Los Ríos
        *17 de marzo de 1880
        +7 de mayo de 1917
Amada, es primavera.
Fuensanta, es que florece
la eclesiástica unción de la cuaresma.
Hay un alivio dulce
en las almas enfermas,
porque abril con sus auras les va dando
la sensación de la convalecencia.
Se viste el cielo del mejor azul
y de rosas la tierra,
y yo me visto con tu amor... ¡Oh gloria
de estar enamorado, enamorado,
ebrio de amor a ti, novia perpetua,
enloquecidamente enamorado,
como quince años, cual pasión primera!
Y con la dicha de palomas que huyen
del convento en que estaban prisioneras
y se ven lejos, bajo la promesa
azul del firmamento
y sobre la florida de la tierra,
así vuelan a verte en otros climas
¡oh santa, amadísima, oh enferma!
estos versos de infancia que brotaron
bajo el imperio de la Primavera.
A Enrique Fernández Ledezma.
De tu magnífico traje
recogeré la basquiña
cuando te llegues, o niña,
al estribo del carruaje.
Esperando para el viaje
la tarde tiene desmayos
y de sus últimos rayos
la luz mortecina ondea
en la lujosa librea
de los corteses lacayos.
No temas: por los senderos
polvosos y desolados
te velarán mis cuidados,
galantes palafreneros.
Y cuando con mil luceros
en opulento derroche
se venga encima la noche,
obsequiará tus oídos
con sus monótons ruidos
la serenata del coche.
EN CAMINO
Al fin te ve mi fortuna
ir, a mi abrigo amoroso,
al buen terruño oloroso
en que se meció tu cuna
los fulgores de la luna,
desteñidos oropeles,
se cuajan en tus broqueles
y van por la senda larga,
orgullosos de su carga,
los incansables corceles.
De la noche en el arcano
llega al éxtasis la mente
si beso devotamente
los pétalos de tu mano.
En la blancura del llano
una fantasía rara
las lagunas comparara,
azuladas y tranquilas,
con tus azules pupilas
en la nieve de tu cara.
La aurora su lumbre viva
manda al cárdeno celaje
y al empolvado carruaje
un rayo de luz furtiva.
Surge la ciudad nativa:
en sus lindes, un bohío
parece ver que del río
el cristal rompen las ruedas,
y entre mudas alamedas
se recata el caserío.
Como níveo relicario
que ocultan los naranjales,
del coche por los cristales
¿no distingues el Santuario?
Del esbelto campanario
salen y rayan los cielos
las palomas con sus vuelos,
cual si las torres, mi vida,
te dieran la bienvenida
agitando sus pañuelos.
LLEGADA
Por las tapias la verdura
del jazmín cuelga a la calle,
y respira todo el valle
melancólica ternura.
Aromarán la frescura
de tus carrillos sedeños
los jardines lugareños,
y en las azules mañanas
llegarán a tus ventanas,
en enjambres, los ensueños.
Escucharás, amor mío,
girando en eterna danza
la interminable tardanza
de las hojas... Y en el frío
mes de diciembre sombrío,
en el patriarcal sosiego
del hogar, mi dulce ruego
ha de loar tu belleza
cabe la muda tristeza
del caserón solariego.
Esparcirán sus olores
las pudibundas violetas
y habrá sobre tus macetas
las mismas humildes flores:
la misma charla de amores
que su diálogo desgrana
en la discreta ventana,
y siempre llamando a misa
el bronce, loco de risa
de la traviesa campana.
A tus plácidos hogares
irán las venturas viejas
como vienen las abejas
a buscar los colmenares.
Y mi cariño en tus lares 
verás cómo se acurruca
libre de pompa caduca,
al estrecharte mi abrazo
en el materno regazo
de tu aromosa tierruca.
Con planta imponderable
cruzas el mundo y cruzas mi conciencia,
y es tu sufrido rostro como un éxtasis
que se dilata en una transparencia.
¡Pobrecilla sonámbula!
Pareces, en tu ruta de novicia,
ir diciendo al azar: "No me hagáis daño;
temo que me maltrate una caricia."
Devuelves su matiz inmaculado
al paisaje ilusorio en que te posas
y restituyesen su integridad
inocente a los hombres y a las cosas.
Así cruzas el mundo,
con ingrávidos pies, y en una transparencia
de éxtasis se adelgaza tu perfil,
y vas diciendo: "Marcho en la clemencia
soy la virginidad del panorama
y la clara embriaguez de tu conciencia."
En los claros domingos de mi pueblo es costumbre
que en la plaza descubran las gentiles cabezas
las mozas, y sus ojos reflejan dulcemente
y la banda del kiosco toca lánguidas piezas.
Y al caer sobre el pueblo la noche ensoñadora,
los amantes se miran con la mejor mirada
y la orquesta en sus flautas y violín atesora
mil sonidos románticos en la noche enfiestada.
Los días de guardar en los pueblos provincianos
regalan al viandante gratos amaneceres
en que frescos los rostros, el Lavalle en las manos,
camino de la iglesia van las mozas aprisa;
que en los días festivos, entre aquellas mujeres
no hay una cara hermosa que se quede sin misa.
Tú que prendiste ayer los aurorales
fulgores del amor en mi ventana;
tú, bella infiel, adoración lejana
Madona de eucologios y misales:
Tú, que ostentas reflejos siderales
en el pecho enjoyado, grave hermana,
y en tus ojos, con lumbre sobrehumana,
brillan las tres virtudes teologales:
no pienses que tal vez te guardo encono
por tus nupcias de hoy. Que te bendiga
mi señor Jesucristo. Yo perdono
tu flaqueza, y esclavo de tu hechizo
de tu primer hijuelo, dulce amiga,
celebraré en mis versos el bautizo.
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A MI PRIMA ÁGUEDA
A Jesús Villalpando
Mi madrina invitaba a mi prima Águeda
a que pasara el día con nosotros,
y mi prima llegaba
con un contradictorio
prestigio de almidón y de temible
luto ceremonioso.

Águeda aparecía, resonante
de almidón, y sus ojos
verdes y sus mejillas rubicundas
me protegían contra el pavoroso
luto...
Yo era rapaz
y conocía la o por lo redondo,
y Águeda que tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
calosfríos ignotos...
(Creo que hasta le debo la costumbre
heroicamente insana de hablar solo.)
A la hora de comer, en la penumbra
quieta del refectorio,
me iba embelesando un quebradizo
sonar intermitente de vajilla
y el timbre caricioso
de la voz de mi prima.
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso.
Hambre y sed padezco: Siempre me he negado
a satisfacerlas en los turbadores
gozos de ciudades -flores de pecado.
Esta hambre de amores y esta sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de muchachas de un lugar pequeño.
Vasos de devoción, arcas piadosas
en que el amor jamas se contamina;
jarras cuyas paredes olorosas
dan al agua frescura campesina...
Todo eso sois muchachas cortijeras
amigas del buen sol que os engalana,
que adivináis las cosas venideras
cual hacerlo pudiese una gitana.
Amo vuestros hechizos provincianos,
muchachas de los pueblos, y mi vida
gusta beber del agua contenida
en el hueco que forman vuestras manos.
Pláceme en los convites campesinos,
cuando la sombra juega en los manteles,
veros dar la locura de los vinos,
pan de alegría y ramos de claveles.
En el encanto de la humilde calle
sois a un tiempo, asomadas a la reja,
el son de esquilas, la alternada queja
de las palomas, y el olor del valle.
Buenas mozas: no abrigo mas empeños
que oír vuestras canciones vespertinas,
llegando a confundirme en las esquinas
entre el grupo de novios lugareños.
Mi hambre de amores y mi sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de doncellas de un lugar pequeño.
A Jesús B. González
He de encomiar en verso sincerista
la capital bizarra
de mi Estado, que es un
cielo cruel y una tierra colorada.
Una frialdad unánime
en el ambiente, y unas recatadas
señoritas con rostro de manzanas
ilustraciones prófugas
de las cajas de pasas.
Católicos de Pedro el Ermitaño
y jacobinos de época terciaria.
(Y se odian los unos a los otros
con buena fe.)
Una típica montaña
que, fingiendo un corcel que se encabrita,
al dorso lleva una capilla, alzada
al Patrocinio de la Virgen.
Altas y bajas del terreno, que son siempre
una broma pesada.
Y una Catedral, y una campana
mayor que cuando suena, simultánea
con el primer clarín del primer gallo,
en las avemarías, me da lástima
que no la escuche el Papa.
Porque la cristiandad entonces clama
cual si fuese su queja mas urgida
la vibración metálica,
y al concurrir ese clamor concéntrico
del bronce, en el ánima del ánima,
se siente que las aguas
del bautismo nos corren por los huesos
y otra vez nos penetran y nos lavan.
Tu paz -¡oh paz de cada día!-
y mi dolor que es inmortal,
se han de casar, Amada mía,
en una noche cuaresmal.
Quizá en un Viernes de Dolores
cuando se anuncian ya las flores
y en el altar que huele a lirios
el casto pecho de María
sufre por los siete martirios;
mientras la luna, Amada mía,
deja caer sus tenues franjas
de luz de ensueño sideral
sobre las místicas naranjas
que, por el arte virginal
de las doncellas de la aldea,
lucen banderas de papel
e irisaciones de oropel
sobre la piel que amarillea.
Fuensanta: al amor aventurero
de cálidas mujeres, azafatas
súbitas de la carne, te prefiero
por la frescura de tus manos gratas.
Yo te convido, dulce Amada
a que te cases con mi pena
entre los vasos de cebada
la última noche de novena.
Te ha de cubrir la luna llena
con luz de túnica nupcial
y nos dará la Dolorosa
la bendición sacramental.
Y así podré llamarte esposa,
y haremos juntos la dichosa
ruta evangélica del bien
hasta la eterna gloria.
Amén.
Fuensanta: las finezas del Amado
las finezas más finas,
han de ser par ti menguada cosa,
porque el honor a ti, resulta honrado.
La corona de espinas,
llevándola por ti, es suave rosa
que perfuma la frente del Amado.
El madero pesado
en que me crucifico por tu amor,
no pesa más, Fuensanta,
que el arbusto en que canta
tu amigo el ruiseñor
y que con una mano
arranca fácilmente el leñador.
Por ti el estar enfermo es estar sano;
nada son para ti todos los cuentos
que en la remota infancia
divierten al mortal;
porque hueles mejor que la fragancia
de encantados jardines soñolientos,
y porque eres más diáfana, bien mío
que el diáfano palacio de cristal.
Pero con ser así tu poderío,
permite que te ofrezca el pobre don
del viejo parque de mi corazón.
Está en diciembre, pero con tu cántico
tendrá las rosas de un abril romántico.
Bella Fuensanta,
tú ya bien sabes el secreto: ¡canta!
¿Dónde estará la niña
que en aquel lugarejo
una noche de baile
me habló de sus deseos
de viajar, y me dijo
su tedio?
Gemía el vals por ella,
y ella era un boceto
lánguido: unos pendientes
de ámbar, y un jazmín
en el pelo.
Gemían los violines
en el torpe quinteto...
E ignoraba la niña
que al quejarse de tedio
conmigo, se quejaba
con un péndulo.
Niña que me dijiste
en aquel lugarejo
una noche de baile
confidencias de tedio:
dondequiera que exhales
tu suspiro discreto,
nuestras vidas son péndulos...
Dos péndulos distantes
que oscilan paralelos
en una misma bruma
de invierno.
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PARA TUS DEDOS ÁGILES Y FINOS

Doy a los cuatro vientos los loores
de tus dedos de clásica finura
que preparan el pan sin levadura
para el banquete de nuestros amores.
Saben de las domésticas labores
lucen en el mantel su compostura
y apartan, de la verde, la madura
producción de los meses frutidores.
Para gloria de Dios en homenaje
a tu excelencia, mi soneto adorna
de tus manos preclaras el linaje.
Y el soneto dichoso, en las esbeltas
falanges de mis índices se torna
una sortija de catorce vueltas.
¿Imaginas acaso la amargura
que hay en no convivir
los episodios de tu vida pura?
Me está vedado conseguir que el viento
y la llovizna sean comedidos
con tu pelo castaño.
Me está vedado oír en los latidos
de tu paciente corazón (sagrario
de dolor y clemencia)
la fórmula escondida
de mi propia existencia.
Me está vedado, cuando te fatigas
y se fatiga hasta tu mismo traje,
tomarte en brazos, como quien levanta
a su propia ilusión incorruptible
hecha fantasma que renuncia al viaje.
Despertarás una mañana gris
y verás, en la luna de tu armario,
desdibujarse un puño
esquelético, y ante el funerario
aviso, gritarás las cinco letras
de mi nombre, con voz pávida y floja
¡y yo me hallaré ausente
de tu final congoja.!
¿Imaginas acaso
mi amargura impotente?
me estás vedada tú... Soy un fracaso
de confesor y médico que siente
perder a la mejor de sus enfermas
y a su más efusiva penitente.
Primer amor, tú vences la distancia,
Fuensanta, tu recuerdo me es propicio.
Me deleita de lejos la fragancia
que de noche se exhala de tus tiestos,
y en pago de tan grande beneficio
te canonizo en estos
endecasílabos sentimentales.
A tu virtud mi devoción es tanta
que te miro en el altar, como la santa
Patrona que veneran tus zagales,
y así es como mis versos se han tornado
endecasílabos pontificales.
Como risueña advocación te he dado
la que ha de subyugar los corazones:
permíteme rezarte, novia ausente,
Nuestra Señora de las Ilusiones.
¡Quién le otorgara al corazón doliente
cristalizar el infantil anhelo,
que en su fuego romántico me abrasa,
de venerarte en diáfano capelo
en un rincón de la nativa casa!
Tanto se contagió mi vida toda
del grave encanto de tus ojos místicos,
que en vano espero para nuestra boda
alguna de las horas de pureza
en que se confortó mi gran tristeza
con los primeros panes eucarísticos.
Se distraen las penas en los cuartos de hoteles
con el heterogéneo concurso divertido
de yanquis, sacerdotes, quincalleros infieles,
niñas recién casadas y mozas del partido.
Media luz... copia al huésped la desconchada luna
en su azogue sin brillo; y flota en calendarios,
en cortinas polvosas y catres mercenarios
la nómada tristeza de viajes sin fortuna.
Lejos quedó el terruño, la familia distante
y en la hora gris del éxodo medita el caminante
que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo:
que van pasando juntos por el sórdido hotel
con el cosmopolita dolor del moribundo
los alocados lances de la luna de miel.
Noble señora de provincia: unidos
en el viejo balcón que ve al poniente,
hablamos tristemente, largamente,
de dichas muertas y de tiempos idos.
De los rústicos tiestos florecidos
desprendo rosas para ornar tu frente,
y hay en los fresnos del jardín de enfrente
un escándalo de aves en los nidos.
El crepúsculo cae soñoliento,
y si con tus desdenes amortiguas
la llama de mi amor, yo me contento

con el hondo mirar de tus arcanos
ojos, mientras admiro las antiguas
joyas de las abuelas en tus manos.


DEL PUEBLO NATAL
Ingenuas provincianas: cuando mi vida se halle
desahuciada por todos, iré por los caminos
por donde vais cantando los más sonoros trinos
y en fraternal confianza ceñiré vuestro talle.
A la hora del Angelus, cuando vais por la calle,
enredados al busto los chales blanquecinos,
decora vuestros rostros --¡oh rostros peregrinos!--
la luz de los mejores crepúsculos del valle.
De pecho en los balcones de vetusta madera,
platicáis en las tardes tibias de primavera
que Rosa tiene novio, que Virginia se casa;
y oyendo los poetas vuestros discursos sanos
para siempre se curan de males ciudadanos,
y en la aldea la vida buenamente se pasa.
Fuensanta:
dame todas las lágrimas del mar.
Mis ojos están secos y yo sufro
unas inmensas ganas de llorar.
Yo no sé si estoy triste por el alma
de mis fieles difuntos
o porque nuestros mustios corazones
nunca estarán juntos.
Hazme llorar, hermana,
y la piedad cristiana
de tu manto inconsútil
enjúgueme los llantos con que llore.
el tiempo amargo de mi vida inútil.
Fuensanta:
¿tú conoces el mar?
Dicen que es menos grande y menos hondo
que el pesar.
Yo no sé ni por qué quiero llorar:
será tal vez por el pesar que escondo
tal vez por mi infinita sed de amar.
Hermana:
dame todas las lágrimas del mar...
A Artemio de Valle Arizpe.
Sus ventanas floridas
que miran al Oriente,
llevan buena amistad con las auroras
que, como primicias fúlgidas, esmaltan
el campo de victorias de su frente.
Aquella madrugada
apareció el Amor tras de su reja
y la dejó lavada
con el cristal cerúleo de su pozo...
¡Y todavía, adentro
de mi alma, hay un gozo
fluido, de mujer madrugadora
que riega su ventana y la decora!
Ventanas que rondé
en la alborada de mis mocedades;
rejas con caracoles
en que Ella gusta de escuchar el sordo
fragor de las marinas tempestades;
rejas depositarias
de aquellos soliloquios de noctívago
y de mi donjuanismo adolescente;
que yo os mire de nuevo
¡oh ventanas, abiertas al Oriente!
Plaza de Armas, plaza de musicales nidos,
frente a frente del rudo y enano soportal;
plaza en que se confunden un obstinado aroma
lírico y una cierta prosa municipal; 
plaza frente a la cárcel lóbrega y frente al lúcido
hogar en que nacieron y murieron los míos;
he aquí que te interroga un discípulo, fiel
a tus fuentes cantantes y tus prados umbríos.
¿Que se hizo, Plaza de Armas, el coro de chiquillas
que conmigo llegaban en la tarde de asueto
del sábado, a tu kiosco, y que eran actrices
de muñeca excesiva y de exiguo alfabeto?
¿Qué fue de aquellas dulces colegas que rieron
para mí, desde un marco de verdor y de rosas?
¿Qué de las camaradas de los juegos impúberes?
¿Son vírgenes intactas o madres dolorosas?
Es verdad, sé el destino casto de aquella pobre
pálida, cuyo rostro, como una indulgencia
plenaria, miré ayer tras un vidrio lloroso;
me ha inundado en recuerdos pueriles la presencia
de Ana, que al tutearme decía el "tú" de antaño
como una obra maestra, y que hoy me habló con
ceremonia forzada; he visto a Catalina
exangüe, al exhibir su maternal fortuna
cuando en un cochecillo de blondas y de raso
lleva el fruto cruel y suave del idilio
por los enarenados senderos... Más no sé
de todas las demás que viven en exilio.

Y por todas inquiero. He de saber de todas
las pequeñas torcaces que me dieron el gusto
de la voz de mujer. ¡Torcaces que cantaban
para mí, en la mañana de un día claro y justo!
Dime, plaza de nidos musicales, de las
actrices que impacientes por salir a la escena
del mundo, chuscamente fingían gozosos líos
de noviazgos y negros episodios de pena.
Dime, Plaza de Armas, de las párvulas lindas
y bobas, que vertieron con su mano inconsciente
un perfume amistoso en el umbral del alma
y una gota del filtro del amor en mi frente.
Mas la plaza está muda, y su silencio trágico
se va agravando en mí con el mismo dolor
del bisoño que sale a vacaciones
pensando en la benévola acogida de Abel,
y halla mue
LA TEJEDORA
Tarde de lluvia en que se agravan
al par que una íntima tristeza
un desdén manso de las cosas
y una emoción sutil y contrita que reza.
Noble delicia desdeñar
con un desdén que no se mide,
bajo el equívoco nublado:
alba que se insinúa, tarde que se despide.
Sólo tú no eres desdeñada,
pálida que al arrimo de la turbia vidriera,
tejes en paz en la hora gris
tejiendo los minutos de inmemorial espera.
Llueve con quedo sonsonete,
nos da el relámpago, luz de oro,
y entra un suspiro, en vuelo de ave fragante y húmeda,
a buscar tu regazo, que es refugio y decoro.
¡Oh, yo podría poner mis manos
sobre tus hombros de novicia
y sacudirte en loco vértigo
por lograr que cayese sobre mí tu caricia,
cual se sacude el árbol prócer
(que preside las gracias floridas de un vergel)
por arrancarle la primicia
de sus hojas provestas y sus frutos de miel.
Pero pareces balbucir,
toda callada y elocuente:
"Soy un frágil otoño que teme maltratarse"
e infiltras una casta quietud convaleciente
y se te ama en una tutela suave y leal,
como a una párvula enfermiza
hallada por el bosque un día de vendaval.
Tejedora: teje en tu hilo
la inercia de mi sueño y tu ilusión confiada;
teje el silencio; teje la sílaba medrosa
que cruza nuestros labios y que no dice nada;
teje la fluida voz del Angelus
con el crujido de las puertas:
teje la sístole y la diástole
de los penados corazones
que en la penumbra están alertas.
Divago entre quimeras difuntas y entre sueños
nacientes, y propenso a un llanto sin motivo,
voy, con el ánima dispersa
en el atardecer brumoso y efusivo,
contemplándote, Amor, a través de una niebla
de pésame, a través de una cortina ideal
de lágrimas, en tanto que tejes dicha y luto
en un limbo sentimental.
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Cumplo a mediodía
con el buen precepto de oír misa entera
los domingos, y a estas misas cenitales
concurres tú, agudo perfil; cabellera
tormentosa, nuca morena, ojos fijos;
boca flexible, ávida de lo concienzudo,
hecha para dar los besos prolijos
y articular la sílaba lenta
de un minucioso idilio, y también
para persuadir a un agonizante
a que diga amén.
Figura cortante y esbelta, escapada
de una asamblea de oblongos vitrales
o de la redoma de un alquimista:
ignoras que en estas misas cenitales,
al ver, con zozobra,
tus ojos nublados en una secuencia
de Evangelio, estuve cerca de tu llanto
con una solicita condescendencia;
y tampoco sabes que eres un peligro
armonioso para mi filosofía
petulante... Como los dedos rosados
de un párvulo para la torre baldía
de naipes o dados.
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Me contó el campanero esta mañana
que el año viene mal para los trigos.
Que Juan es novio de una prima hermana
rica y hermosa. Que murió Susana.
el campanero y yo somos amigos.
Me narró amores de sus juventudes
y con su voz cascada de hombre fuerte,
al ver pasar los negros ataúdes
me hizo la narración de mil virtudes
y hablamos de la vida y de la muerte.
-¿Y su boda, señor? -Cállate, anciano.
-¿Será para el invierno? -Para entonces,
y si vives, aun cuando su mano
me dé la Muerte, campanero hermano,
haz doblar por mi ánima tus bronces.

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A J. DE J. Núñez y Domínguez
A mi paso y al azar te desprendiste
como el fruto más profano
que pudiera concederme la benévola
actitud de este verano.
(Blonda Sara, uva en sazón: mi apego franco
a tu persona, hoy me incita
a burlarme de mi ayer, por la inaudita
buena fe con que creí mi sospechosa
vocación, la de un levita.)
Sara, Sara: eres flexible cual la honda
de David y contundente
como el lírico guijarro del mancebo;
y das, paralelamente,
una tortura de hielo y una combustión de pira;
y si en vértigo de abismo tu pelo se desmadeja,
todavía, con brazo heroico
y en caída acelerada, sostienes a tu pareja.
Sara, Sara, golosina de horas muelles;
racimo copioso y magno de promisión, que fatigas.
El dorso de dos hebreos:
siempre te sean amigas
la llamarada del sol y del clavel; si tu brava
arquitectura se rompe como un hilo inconsistente,
que bajo la tierra lóbrega
esté incólume tu frente;
y que refulja tu blonda melena, como tesoro
escondido; y que se guarden indemnes como real sello
tus brazos y la columna
de tu cuello.
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Señora: llego a Ti
desde las tenebrosas anarquías
del pensamiento y la conducta, para
aspirar los naranjos
de elección, que florecen
en tu atrio, con una
nieve nupcial... Y entro
a tu Santuario, como un herido
a las hondas quietudes hospicianas
en que sólo se escucha
el toque saludable de una esquila.
Vestida de luto eres,
nuestra Señora de la Soledad,
un triángulo sombrío
que preside la lúcida neblina
del valle; la arboleda que se arropa
de las cocinas en el humo lento;
la familiaridad de las montañas;
el caserío de estallante cal;
el bienestar oscuro del rebaño,
y la dicha radiante de los hombres.
Señora: cuando ingreso a la comarca
que riges con tus lágrimas benévolas,
y va la diligencia fatigosa.
Sobre la sierra, y van los postillones
cantando bienandanza o desamor,
súbita surge la lección esbelta   
y firme de tus torres, y saludo
desde lejos tu altar.
Tú me tienes comprado en alma y cuerpo.
Cuando la pesarosa
dueña ideal de mi primer suspiro,
recurre desolada
a tus plantas, y llora mansamente,
nunca has dejado de envolverla en el 
descanso de tus hijas predilectas.
Me acuerdo de una tarde
en que, cómo una reina
que acaba de abdicar,
salía por el atrio de naranjos
y llevaba en la frente
el lucero novísimo
de tu consolación.
Confortándola a Ella, Tú me obligas
como si con la orla
dorada de tu manto,
agitases un soplo
del Paraíso a flor de mi conciencia.
Porque siempre un lucero
va a nacer de tus manos
para la hora en que Ella
te implore, Tú me tienes
comprado en cuerpo y alma.
En las noches profanas
de novenario (orquestas
difusas, y cohetes
vívidos, y tertulias
de los viejos, y estrados
de señoritas sobre
la regada banqueta)
hay en tus torres ágiles
una policromía de faroles
de papel, que simulan
en la tiniebla comarcana un tenue
y vertical incendio.
Yo anhelo, Señora,
que en mi tiniebla pongas para siempre
una rojiza aspiración, hermana
del inmóvil incendio de tus torres,
y que me dejes ir
en mi última década
a tu nave, cardíaco
o gotoso, y ya trémulo,
para elevarte mi oración asmática
junto al mismo cancel
que oyó mi prez valiente,
en aquella alborada en que soñé
prender a un blanco pecho
una fecunda rama de azahar.

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Y pensar que extraviamos
la senda milagrosa
en que se hubiera abierto
nuestra ilusión, como una perenne rosa...
Y pensar que pudimos
enlazar nuestras manos
y apurar en un beso
la comunión de fértiles veranos...
Y pensar que pudimos
en una onda secreta
de embriaguez, deslizarnos,
valsando un vals sin fin, por el planeta...
Y pensar que pudimos,
al rendir la jornada,
desde la sosegada
sombra de tu portal y en una suave
conjunción de existencias,
ver las cintilaciones del zodíaco
sobre la sombra de nuestras conciencias...
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El viejo pozo de mi vieja casa
sobre cuyo brocal mi infancia tantas veces
se clavaba de codos, buscando el vaticinio
de la tortuga, o bien el iris de los peces,
es un compendio de ilusión
y de históricas pequeñeces.
Ni tortuga, ni pez; sólo el venero
que mantiene su estrofa concéntrica en el agua
y que dio fe del ósculo primero
que por 1850 unió las bocas
de mi abuelo y mi abuela... ¡Recurso lisonjero
con que los generosos hados
dejan caer un galardón fragante
encima de los desposados!
Besarse, en un remedo bíblico, junto al pozo,
y que la boca amada trascienda a fresco gozo
de manantial, y que el amor se profundice,
en la pareja que lo siente,
como el hondo venero providente...
En la pupila líquida del pozo
espejábanse, en años remotos, los claveles
de una maceta; más la arquitectura
ágil de las cabezas de dos o tres corceles,
prófugos del corral; más la rama encorvada
de un durazno; y en época de mayor lejanía
también se retrataban en el pozo
aquellas adorables señoras en que ardía
la devoción católica y la brasa de Eros;
suaves antepasadas, cuyo pecho lucía
descotado, y que iban, con tiesura y remilgo,
a entrecerrar los ojos a un palco a la zarzuela,
con peinados de torre y con vertiginosas
peinetas de carey. Del teatro de la Vela
perpetua, ya muy lisas y muy arrebujadas
en la negrura de sus mantos.
Evoco, todo trémulo, a estas antepasadas
porque heredé de ellas el afán temerario
de mezclar tierra y cielo, afán que me ha metido
en tan graves aprietos en el confesionario.
En una mala noche de saqueo y de política
que los beligerantes tuvieron como norma
equivocar la fe con la rapiña, al grito
de "¡Religión y Fueros!' y "¡Viva la Reforma!,
una de mis geniales tías,
que tenía sus ideas prácticas sobre aquellas
intempestivas griterías,
y que en aquella lucha no siguió otro partido
que el de cuidar los cortos ahorros de mi abuelo,
tomó cuatro talegas y con un decidido
brazo las arrojó en el pozo, perturbando
la expectación de la hora ingrata
con el estrépito de plata.
Hoy cuentan que mi tía se aparece a las once
y que, cumpliendo su destino
de tesorera fiel, arroja sus talegas
con un ahogado estrépito argentino.

Las paredes del pozo, con un tapiz de lama
y con un centelleo de gotas cristalinas,
eran como el camino de esperanza en que todos
hemos llorado un poco... Y aquellas peregrinas
veladas de mayo y junio
mostráronme del pozo el secreto de amor:
preguntaba el durazno: "Quien es Ella?",
y el pozo, que todo lo copiaba, respondía
no copiando más que una sola estrella.
El pozo me quería senilmente; aquel pozo
abundaba en lecciones de fortaleza, de alta
discreción, y de plenitud...
pero hoy, que su enseñanza de otros tiempos me falta,
comprendo que fui apenas un alumno vulgar
con aquel taciturno catedrático,
porque en mi diario empeño no he podido lograr
hacerme abismo y que la estrella amada,
al asomarse a mí, pierda pisada.
Ya no puedo dudar... Diste muerte a mi cándida
niñez, toda olorosa a sacristía, y también
diste muerte al liviano chacal de mi cartuja.
Que sea para bien...
Ya no puedo dudar... Consumaste el prodigio
de, sin hacerme daño, sustituir mi agua clara
con un licor de uvas... Y yo bebo
el licor que tu mano me depara.
Me revelas la síntesis de mi propio zodíaco:
el León y la Virgen. Y mis ojos te ven
apretar en los dedos -como un haz de centellas-
éxtasis y placeres. Que sea para bien...
Tu palidez denuncia que en tu rostro
se ha posado el incendio y a corrido la lava...
Día último de marzo; emoción, aves, sol...
Tu palidez volcánica me agrava.
¿Ganaste ese prodigio de pálida vehemencia
al huir, con un viento de ceniza,
de una ciudad en llamas? ¿O hiciste penitencia
revolcándote encima del desierto? ¿O, quizá,
te quedaste dormida en el vertiente
de un volcán, y la lava corrió sobre tu boca
y calcinó tu frente?
¡Oh tú reveladora, que traes un sabor
cabal para mi vida, y la entusiasmas:
tu triunfo es sobre un motín de satiresas
y un coro plañidero de fantasmas!
Yo estoy en la vertiente de tu rostro, esperando
las lavas repentinas que me den
un fulgurante goce. Tu victorial y pálido
prestigio ya me invade... ¡Que sea para bien!
Eramos aturdidos mozalbetes:
blanco listón al codo, ayes agónicos,
rimas atolondradas y juguetes.
Sin la virtud frenética de Orfeo,
fiados en la campánula y el cirio,
fuimos a embelesar las alimañas
cual neófitos que buscan el martirio.
En la misma espesura se extraviaba
la primeriza luz de nuestra frente,
ya ante la misma fiera, reacia y sorda,
cesaba nuestro cántico inocente.
De aquella planta que regamos juntos
irán cofrades la senil vihuela,
los pupitres manchados de la escuela,
la bíblica muchacha que adoraste,
los días uniformes, el contraste
de un volumen de Bécquer y Fabiola,
la soprano indeleble que aun nos mima
con el ahínco de su voz pretérita,
y el prístino lucero que te indujo
al apurado trance de la rima.
¿Que hicimos, camarada, del tanteo
feliz y de los ripios venturosos,
y de aquel entusiasta deletreo?
Hoy la armonía adulta va de viaje
a reclamar a una centuria prófuga
el vellón de su casto aprendizaje.
Mi maquinal dolencia es una caja
de música falible que en lo gris
de un tácito aposento se desgaja.
Y el alma, cera ayer, se petrifica
como los rosetones coloniales
de una iglesia con lama, que complica
su fachada borrosa con el humo
inveterado de los temporales.
Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
y no hubo entre nosotros ni sombra de disturbio.
Acabamos de golpe: su domicilio estaba
contiguo a la estación de los ferrocarriles,
y ¿qué noviazgo puede ser duradero
entre campanadas centrífugas y silbatos febriles?
El reloj de su sala desgajaba las ocho;
era diciembre, y yo departía con ella
bajo la limpidez glacial de cada estrella.
El gendarme, remiso a mi intriga inocente,
hubo de ser, al fin, forzoso confidente.
María se mostraba incrédula y tristona:
yo no tenía traza de una buena persona.
¿Olvidarás acaso, corazón forastero,
el acierto nativo de aquella señorita
que oía y desoía tu pregón embustero?
Su desconfiar ingénito era ratificado
por los perros noctívagos, en cuya algarabía
reforzábase el duro presagio de María.
¡Perdón, María! Novia triste, no me condenes;
cuando oscile el quinqué y se abatan las ocho,
cuando el sillón te mezca, cuando ululen los trenes,
cuando trabes los dedos por detrás de tu nuca,
no me juzgues más pérfido que uno de los silbatos
que turban tu faena y tus recatos.
Prolóngase tu doncellez
como una vacua intriga de ajedrez.
Torneada como una reina
de cedro, ningún jaque te despierta.
Mis peones tantálicos
al rondarte a deshora,
fracasan en sus ímpetus vandálicos.
La lámpara sonroja tu balcón;
despilfarras el tiempo y la emoción.
Yo despilfarro, en una absurda espera,
fantasía y hoguera.
En la velada incompatible,
frústrase el yacimiento espiritual
y de nuestras arterias el caudal.
Los pródigos al uso
que vengan a nosotros a aprender
cómo se dilapida todo el ser.
Tu destino y el mío, contrapuestos,
vuelcan el apogeo de la vida
febril e insomne que se va, en la ida
de un cofre que rebosa
y se malgasta en una fecha ociosa.
Las monedas excomulgadas
de nuestro adulto corazón
caen al vacío, con
lúgubre opacidad, cual si cayera
una irreparable sordera.
Y frente al ínclito derroche
de los tesoros que atesora
el yacimiento de las almas, algo
muy hondo en mi se escandaliza y llora.
¿Existirá? ¡Quién sabe!
mi instinto la presiente
dejad que yo la alabe
previamente.
Alerta el violín
el querubín
y susceptible al
manzano terrenal,
será a la vez risueña
y gemebunda,
como el agua profunda.
Su índice y su pulgar
con una esbelta cruz
esbelto persignar.
Diagonal de su busto,
cadena alternativa
de mirtos y de nardos,
mientras viva.
Si en el nardo canónico
o en el mirto me ofusco,
ella adivinará
la flor que busco;
y, convicta e invicta,
esforzará su celo
en serme, llanamente,
barro para mi barro
y azul para mi cielo.
Próvida cual ciruela,
del profano compás
siempre ha de pedir más.
Retozará en el césped,
cual las fieras del Baco
de Rubens;
y luego... la paloma
que baja de las nubes.
Riéndose, solemne.
Y quebrándose, indemne.
Que me sea total
y parcial,
periférica y central;
y que al soltar mi mano
la antorcha de la vida,
son la antorcha caída
prenda fuego a mis lacios
cabellos, que han sido antes
ludibrio de las uñas
de las bacantes.
Que me rece con rezos abundantes
y con lágrimas pocas;
más negra de su alma
que de sus tocas.
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MEMORIAS DEL CIRCO
        A Carlos González Peña
Los circos trashumantes,
de lamido perrillo enciclopédico
y desacreditados elefantes,
me enseñaron la cómica friolera
y las magnas tragedias hilarantes.
El aeronauta previo,
colgado de los dedos de los pies,
era un bravo cosmógrafo al revés
que, si subía hasta asomarse al polo
norte, o al polo sur, también tenía
cuestiones personales con Eolo.
Irrumpía el payaso
como una estridencia
ambigua, y era a un tiempo
manicomio, niñez, golpe contuso,
pesadilla y licencia.
Amábanlo los niños
porque salía de una bodega mágica
de azúcares. Su faz sólo era trágica
por dos lágrimas sendas de carmín.
Su polvosa apariencia toleraba
tenerlo por muy limpio o por muy sucio,
y un cónico bonete era la gloria
inestable y procaz de su occipucio.
El payaso tocaba a la amazona
y la hallaba de almendra,
a juzgar por la mímica fehaciente
de toda su persona
cuando llevaba el dedo temerario
hasta la lengua cínica y glotona.
Un día en que el payaso dio a probar
su rastro de amazona al ejemplar
señor Gobernador de aquel Estado,
comprendí lo que es
poder Ejecutivo arrullado.
¡Oh remoto payaso: en el umbral
de mi infancia derecha
y de mis virtudes recién nacidas
yo no puedo tener la sospecha
de amazonas y almendras prohibidas!
Estas almendras raudas
hechas de terciopelos y de trinos
que no nos dejan ni tocar sus caudas...
Los adioses baldíos
y las augustas Evas redivivas
que niegan la migaja, pero inculcan
en nuestra sangre briosa una patética
mendicidad de almendras fugitivas...
Había una menuda cuadrumana
de enagüilla de céfiro
que, cabalgando por el redondel
con azoros de humana,
vencía los obstáculos de inquina
y los aviesos aros de papel.
Y cuando a la erudita
cavilación de Darwin
se le montaba la enagüilla obscena
la avisada monita
se quedaba serena.
Como ante un espejismo,
despreocupada lastimosamente
de su desmantelado transformismo.
La niña Bell cantaba:
"Soy la paloma errante";
y de botellas y de cascabeles
surtía un abundante
surtidor de sonidos
acuáticos, para la sed acuática
de papás aburridos,
nodriza inverecunda
y prole gemebunda.
¡Oh memoria del circo! Tú te vas
adelgazando en el frecuente síncope
del latón sin compás;
en la apesadumbrada
somnolencia del gas;
en el talento necio
del domador aquel que molestaba
a los leones hartos, y en el viudo
oscilar del trapecio...

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EL RETORNO MALÉFICO
           A D. Ignacio I. Gastelum
Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.
Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula oronda,
han de rodar las quejas de la torre
acrillada en los vientos de fronda.
Y la fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyese el hijo pródigo
al volver a su umbral
en un anochecer de maleficio,
a la luz del petróleo de una mecha
su esperanza deshecha.
Cuando la tosca llave enmohecida
tuerza la chirriante cerradura
en la añeja clausura
del zaguán, los dos púdicos
medallones de yeso,
entornando los párpados narcóticos,
se mirarán y se dirán: "¿Qué es eso?"
Y yo entraré con pies advenedizos
hasta el patio agorero
en que hay un brocal ensimismado,
con un cubo de cuero
goteando su gota categórica
como un estribillo plañidero.
Si el sol inexorable, alegre y tónico,
hace hervir a las fuentes catecúmenas
en que bañábase mi sueño crónico
si se afana la hormiga;
si en los techos resuena y se fatiga
de los buches de tórtola el reclamo
que entre las telarañas zumba y zumba;
mi sed de amar será como una argolla;
empotrada en la losa de una tumba.
Las golondrinas nuevas, renovando
con sus noveles picos alfareros
los nidos tempraneros;
bajo el ópalo insigne
de los atardeceres monacales,
el lloro de recientes recentales
por la ubérrima ubre prohibida
de la vaca, rumiante y faraónica,
que al párvulo intimida;
campanario de timbre novedoso;
remozados altares;
el amor amoroso
de las parejas pares;
noviazgos de muchachas
frescas y humildes, como humildes coles,
y que la mano dan por el postigo
a la luz de dramáticos faroles;
alguna señorita
que canta en algún piano
alguna vieja aria;
el gendarme que pita...
...Y una íntima tristeza reaccionaria.
¡Oh vírgenes rebeldes y sumisas:
convertidme en el fiel reclinatorio
de vuestros oídos y vuestras sonrisas
y en la fragua sangrienta del holgorio
en que quieren quemarse vuestras prisas!...
¡Oh botones baldíos en el huerto
de una resignación llena de abrojos:
lloráis un bien que, sin nacer, ha muerto,
y a vuestra pura lápida concierto
los fraternales llantos de mis ojos!...
¡Hermanas mías, todas,
las que, contentas con el limpio daño
de la virginidad, casi en las bodas
celestes, por llevar sobre las finas
y litúrgicas palmas y en el paño
de la eterna Pasión, clavos y espinas;
y vosotras también, la de la hoguera
carnal en la vendimia y el chubasco,
en el invierno y en la primavera;
las del nítido viaje de Damasco
y las que en la renuncia llana y lisa
de la tarde, salís a los balcones
a que beban la brisa
los sexos, cual sañudos escorpiones!
¡El tiempo se desboca; el torbellino
os arrastra al fatal despeñadero
de la Muerte; en las sombras adivino
vuestro desnudo encanto volander;
y os quisieran ceñir mis manos fieles,
por detener vuestra caída oscura
con un lúbrico lazo de claveles
lazado a cada virginal cintura!
Vírgenes fraternales: me consumo
en el álgido afán de ser el humo
que se alza en vuestro aceite
a hora y a deshora,
y de encarnar vuestro primer deleite
cuando se filtra la modesta aurora,
por la jactancia de la bugambilia,
en las sábanas de vuestra vigilia!
Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.
Mas entrañables provincianas mías:
no sospeché alabar vuestro suicidio
en las facinerosas tropelías.
Antes de sucumbir al bandolero
se amortizaron las sonoras alas
que aleteaban en el fiel alero.
Cúspide del teatro pueblerino:
en un martirologio de palomas
tú las viste volar a su destino.
El novio llorará a su mártir perla
y que luego lo mate la nostalgia
de no haber acertado a defenderla.
La amó porque tejía, y por su traza
de ángel custodio, cual la amó el gatito
juguetón con la bola de su hilaza.
¡Pobre novio aldeano! Ya no teje
su perla, ya no lee el Oficio Parvol
¡El cabriolé del novio va sin eje!
Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.
Honorable pajar de la cosecha
honorable: tu incendio es la basílica
en que se ahoga la virgen deshecha.
¡Morir al fuego, si olían tan bien
y tenían un alma como el plúmbago
y un guardarropa como un almacén!
Gemirán las cocinas en que antes
las Mireyas criollas fueron una
bandeja de pozuelos humeantes.
Gime también esta epopeya, escrita
a golpes de inocencia, cuando Herodes
a un niño de mi pueblo decapita.
Santas de los terruños, cuerpos caros
y gratas almas: ved que me he hecho añicos
y azul celeste, y luz para rezaros.
Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.
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Mi carne pesa, y se intimida
porque su peso fabuloso
es la cadena estremecida
de los cuerpos universales
que se han unido con mi vida.
Ambar, canela harina y nube
que en mi carne al tejer sus mimos,
se eslabonan con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre las crestas del Diluvio.
Mi alma pesa, y se acongoja
porque su peso es el arcano
sinsabor de haber conocido
la Cruz y la floresta roja
y el cuchillo de cirujano.
Y aunque todo mi ser gravita
cual un orbe vaciado en plomo,
que en la sombra paró su rueda,
estoy colgado en la infinita
agilidad del éter, como
de un hilo escuálido de seda.
Gozo... Padezco... Y mi balanza
vuela rauda con el beleño
de las esencias del rosal:
soy un harem y un hospital
colgados juntos de un ensueño.
Voluptuosa Melancolía:
en tu talle mórbido enrosca
el Placer su caligrafía
y la Muerte su garabato,
y en un clima de ala de mosca
la Lujuria toca a rebato.
Mas luego las samaritanas,
que para mí estuvieron prestas
y por mí dejaron sus fiestas,
se irán de largo al ver mis canas,
y en su alborozo, rumbo a Sión,
buscarán en torrente endrino
de los cabellos de Absalón.
¡Lumbre divina, en cuyas lenguas
cada mañana me despierto
un día, al entreabrir los ojos,
antes que muera estaré muerto.!
Cuando la última odalisca,
ya descastado mi vergel,
se fugue en pos de una nueva miel
¿qué salmodia del pecho mío
será digna de suspirar
a través del harem vacío?
Si las victorias opulentas
se han de volver impedimentas
si la eficaz y viva rosa
queda superflua y estorbosa
¡oh, Tierra ingrata, poseída a toda hora de la vida:
en esa fecha de ese mal,
hazme humilde como un pelele
a cuya mecánica duele
ser solamente un hospital!
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TODO
A José D. Frías
Sonámbula y picante,
mi voz es la gemela
de la canela.
Canela ultramontana
e islamita,
por ella mi experiencia
sigue de señorita.
Criado con ella,
mi alma tomó la forma
de su botella.
Si digo carne o espíritu,
paréceme que el diablo
se ríe del vocablo;
mas nunca vaciló
mi fe si dije "yo".
Yo, varón integral,
nutrido en el panal
de Mahoma
y en el que cuida Roma
en la Mesa Central.
Uno es mi fruto:
vivir en el cogollo
de cada minuto.
Que el milagro se haga,
dejándome aureola
o trayéndome llaga.
No porto insignias
de masón
ni de Caballero
de Colón.
A pesar del moralista
que la asedia
y sobre la comedia
que la traiciona.
es santa mi persona,
santa en el fuego lento
con que dora el altar
y en el remordimiento
del día que se me fue
sin oficiar.
En mis andanzas callejeras
del jeroglífico nocturno.
cuando cada muchacha
entorna sus maderas,
me deja atribulado
su enigma de no ser
ni carne ni pescado.
Aunque toca al poeta
roerse los codos,
vivo la formidable
vida de todas y de todos;
en mi late un pontífice
que todo lo posee
y todo lo bendice;
la dolorosa Naturaleza
sus tres reinos ampara
debajo de mi tiara;
y mi papal instinto
se conmueve
son la ignorancia de la nieve
y la sabiduría del jacinto.
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A la cálida vida que transcurre canora
con garbo de mujer sin letras ni antifaces,
a la invicta belleza que salva y que enamora,
responde, en la embriaguez de la encantada hora,
un encono de hormigas en mis venas voraces.
Fustigan el desmán del perenne hormigueo
el pozo del silencio y el enjambre del ruido,
la harina rebanada como doble trofeo
en los fértiles bustos, el Infierno en que creo,
el estertor final y el preludio del nido.
Más luego mis hormigas me negarán su abrazo
y han de huir de mis pobres y trabajados dedos
cual se olvida en la arena un gélido bagazo;
y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,
tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno,
tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo
como réproba llama saliéndose de un horno,
en una turbia fecha de cierzo gemebundo
en que ronde la luna porque robarte quiera,
ha de oler a sudario y a hierba machacada,
a droga y a responso, a pabilo y a cera.
Antes de que deserten mis hormigas, Amada,
déjalas caminar camino de tu boca
a que apuren los viáticos del sanguinario fruto
que desde sarracenos oasis me provoca.
Antes de que mis labios mueran, para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como perfume y pan y tósigo y cauterio.
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Piano llorón de Genoveva, doliente piano
que en tus teclas resumes de la vida el arcano;
piano llorón, tus teclas son blancas y son negras;
como mis días negros, como mis blancas horas;
piano de Genoveva que en la alta noche lloras,
que hace muchos inviernos crueles que no te alegras:
tu música es historia de poéticos males,
habla de encantamientos y de princesas reales,
de los pequeños novios que por robar los nidos
una tarde nublada se quedaron perdidos
en el bosque; y nos cuenta de la niña agraciada
que recibió regalos de sus once madrinas,
que no invitó a la otra a sus bodas divinas
y que sufrió por ello los enojos del hada.
Me pareces, ¡oh piano!, por tu voz lastimera,
una caja de lágrimas, y tu oscura madera
me evoca la visita del primer ataúd
que recibí en mi casa en plena juventud.
Piano de Genoveva, te amo por indiscreto;
de tu alma a todo el mundo revelas el secreto;
cuentas, uno por uno, todos tus desengaños.
Piano llorón, la hermosa más hermosa del valle
se nos ha vuelto triste por que tiene treinta años
y no hay por todo el pueblo que ronde por su calle.
Genoveva, regálame tu amor crepuscular:
esos dulces treinta años yo los puedo adorar.
¡Ruégala tú que al menos, pobre piano llorón,
con sus plantas minúsculas me pise el corazón!

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JEREZANAS
       A María Enriqueta
Jerezanas, paisanas,
institutrices de mi corazón,
buenas mujeres y buenas cristianas...

Os retrató la señora que dijo:
"Cuando busque mi hijo
a su media naranja,
lo mandaré vendado hasta Jerez."
Porque jugando a la gallina ciega
con vosotras, el jugador
atrapa una alma linda y una púdica tez.
Jerezanas,
os debo mis virtudes católicas y humanas,
porque en el otro siglo, en vuestro hogar,
en los ceremoniosos estrados me eduqué,
velándome de amor, con las frentes
se velaban debajo del tupé.
Acababan de irse
la polisión y la crinolina,
pero alcancé las caudalosas colas
que alargan el imán del ave femenina
de las cinturas hasta las consolas.
Así se reveló por las colas profusas,
mi cordial abundancia,
y también por los moños enormes que en mi infancia
tocaban a las plantas bizantinas
en rodel de palomas capuchinas.
Jerezanas,
genio y figura
del tiempo en que los ávidos pimpollos
teníamos, de pie,
la misma clementísima estatura
que tenía, sentada, nuestra Fe.
Jerezanas,
traslúcidas y beatas dentaduras
en que se filtra el sol, creando en cada boca
las atmósferas claroscuras
en que el Cielo y la Tierra se dan cita
y en que es visitada Bernardita.
Jerezanas,
de quien aprendí a ser generoso,
mirando que la mano anacoreta
era la propia que en la feria anual
aplaudía en el coso
y apostaba columnas de metal
en el escándalo de la ruleta.
Jerezanas,
grito y mueca de azoro
a las tres de la tarde, por el humor del toro
que en la sala se cuela babeando, y está
como un inofensivo calavera
ante la señorita tumbada en el sofá.
Jerezanas,
panes benditos,
por vosotras, el Miércoles de Ceniza, simula
el pueblo una gran frente llena de Jesusitos.
Jerezanas,
abísmase mi ser
en las aguas de la misericordia
al evocar la máquina de coser
que al impulso de vuestra zapatilla,
sobre mi vocación y vuestros linos
enhebraba una bastilla.
Dios quiera que esté salvada
la máquina de acústicos galopes,
por la cual fue mi ayer melódica jornada
y un sobresalto mi vida
ante los pulcros dedos hacendosos
resbalando a la aguja empedernida.
Jerezanas,
he visto el menoscabo
de los bucles que alabo,
de los undosos bucles
que enjugaron sin mofa mis pucheros,
de los bucles reinantes,
cabrilleo lunar, blanco de la llovizna
y trono de lápices caseros;
he visto revolear la última brizna
de vuestras gracias proverbiales;
he visto deformada vuestra hermosura
por todas las dolencias y por todos los males;
he visto el manicomio en que murmura
vuestra cabeza rota sus delirios;
he visto que os ganáis
el pan con las agujas a la luz del quinqué;
he sido el centinela de vuestros cuatro cirios;
pero ninguna chanza del presente
logra desprestigiaros, porque sois el tupé,
los moños capuchinos y la gruta de Londres
de la boca indigente.
Jerezanas,
colibríes de tápalo y quitasol,
que vagabundas en la gloria matutina
paraban junto a mis rejas,
por espiar la joyente canción de mi madrina
rememorando a Serafín Bemol:
"Si soy la causa de lo que escucho,
amigo mío, lo siento mucho..."
Jerezanas,
a cuyos rostros que nimbaba el denso
vapor estimulante de la sopa,
el comensal airado y desairado
disparaba el suspiro a quemarropa.
Jerezanas,
que al cumplir con la ley
de la anual comunión, miráis a la primera
golondrina de marzo en la Casa del Rey
de los Reyes; la párvula golondrina que entró
a enseñarnos su pecho de mamey.
Jerezanas, cuyo heroico destino
desemboca en la iglesia y lucha con el viento,
vistiendo santos
o desvistiendo ebrios, con la misma
caridad de los cantos
que os hinchan las arterias en el cuello.
Jerezanas,
briosas cual el galope que me llenó de espantos
al veros devorar la llanura y el río
sobre el raudo señorío
del albardón de las abuelas;
erguidas como la araucaria,
y débiles como el fruto
de un huevecillo de canaria.
Jerezanas,
cuando el sol vespertino amorate
vuestros vidrios, y os heléis
en el diario silencio del inútil combate,
tomad las flechas de mi vida
como hilas del pañuelo de un hermano
para curar vuestra herida
según la vieja usanza,
y para abrigar el nido
del pájaro consentido.
Jerezanas,
yo aspiro a ser el casto reyezuelo
de los días en que os sentís
probadas por el Cielo
Marchitas, locas o muertas,
sois las ondas del manantial
que ondula arriba de lo temporal,
y en el eterno friso de mi alma
cada paisana mía se eslabona
como la letra de la Virgen:
encima de una nube y con una corona.
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Una música intima no cesa
porque transida en un abrazo de oro
la Caridad con el Amor se besa.
¿Oyes el diapasón del corazón?
Oye en su nota múltiple el estrépito
de los que fueron y de los que no son.
Mis hermanos de todas las centurias
reconocen en mí su pausa igual,
sus mismas quejas y sus propias furias.
Soy la fronda parlante en que se mece
el pecho germinal del bardo druida
con la selva por diosa y por querida.
Soy la alberca lumínica en que nada,
como perla debajo de una lente,
debajo de las linfas. Scherezada.
Y soy el suspirante cristianismo
al hojear las bienaventuranzas
de la virgen que fue mi catecismo.
Y la nueva delicia, que acomoda
sus hipnotismos de color de tango
al figurín y al precio de la moda.
La redondez de la Creación atrueno
cortejando a las hembras y a las cosas
con un clamor pagano y nazareno.
¡Oh, Psiquis, oh mi alma: suena a son
moderno, a son de selva, a son de orgía
y a son marino, el son del corazón!

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La edad del cristo azul se me acongoja
porque Mahoma me sigue tiñendo
verde el espíritu y la carne roja
y los talla, el beduino y a la hurí,
como una esmeralda en un rubí.
Yo querría gustar del caldo de habas,
mas en la infinidad de mi deseo
se suspenden las sílfides que veo
como en la conservera las guayabas.
La piedra pómez fuera mi amuleto,
pero mi humilde sino se contrista
porque mi boca se instala en secreto
en la feminidad del esqueleto
con un crepúsculo de diamantista.
Afluye la parábola y flamea
y gasto mis talentos en la lucha
de la Arabia feliz con Galilea.
Me asfixia, en una dualidad funesta,
Ligia, la mártir de pestaña enhiesta,
y de Zoraida la grupa bisiesta.
Plenitud de cerebro y corazón,
oro en los dedos y en las sienes rosas,
y el Profeta de cabras se perfila
más fuerte que los dioses y las diosas.
¡Oh, plenitud cordial y reflexiva:
regateas con Cristo las mercedes
de fruto y flor, y ni siquiera puedes
tu cadáver colgar en la impoluta
atmósfera imantada de una gruta!
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Piernas
eternas
que decís
de Luisa La Vallière
y de Thaís...
Piernas de rana,
de ondina
y de aldeana;
en su vocabulario
se fascina
la caravana.
Piernas
en las cuales
danza la Teología
funerales
y Epifanía.
Piernas:
alborozo y lutos
y parodias de los Atributos.
Piernas;
en que exordia
la Misericordia
en la derecha,
y se inicia
en la otra la Justicia.
Piernas
que llevan del muslo al salón
los recados del corazón.
Piernas
del reloj humano,
certeras como manecillas
dudosas como lo arcano,
sobresaltadas
con la coquetería de las hadas.
Piernas
para que circuyas
el espíritu, que se desarma
entre tus aleluyas;
si la violeta de Parma
tuviese piernas;
serían las tuyas.
Mística integral,
melómano alfiler sin fe de erratas,
que yendo de puntillas por el globo
las libélulas atas y desatas.
¡Te fuiste con mi rapto y con mi arrobo,
agitando las ánimas eternas
en los modismos de tus piernas!
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Vive conmigo no sé qué mujer
invisible y perfecta, que me encumbra
en cada anochecer y amanecer.
Sobre caricaturas y parodias,
enlazado mi cuerpo con el suyo,
suben al cielo como dos custodias...
Dogma recíproco del corazón:
y ser por virtud ajena y virtud propia,
a un tiempo la Ascención y la Asunción!
Su corazón de niebla y teología,
abrochado a mi rojo corazón,
traslada, en una música estelar,
el Sacramento de la Eucaristía.
Vuela de incógnito el fantasma de yeso,
y cuando salimos del fin de la atmósfera
me da medio perfil para su diálogo
y un cuarto de perfil para su beso...
Dios, que me ve que sin mujer no atino
en lo pequeño ni en lo grande, dióme
de ángel guardián un ángel femenino.
¡Gracias, Señor, por el inmenso don
que transfigura en vuelo la caída,
juntando, en la miseria de la vida,
a un tiempo la Ascensión y la Asunción!
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Yo sólo soy un hombre débil, un espontáneo
que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo.
A medida que vivo ignoro más las cosas;
no sé ni por qué encantan las hembras y las rosas,
Sólo estuve sereno, como en un trampolín,
para saltar las nuevas cinturas de las Martas
y con dedos maniáticos de sastre, medir cuartas
a un talle de caricias ideado por Merlín.
Admiro el universo como un azul candado,
gusto del cristianismo porque el Rabí es poeta,
veo arriba el misterio de un único cometa
y adoro en la Mujer el misterio encarnado.
Quiero a mi siglo; gozo de haber nacido en él.
Los siglos son en mi alma rombos de una pelota
para la dicha varia y el calosfrío cruel
en que cesa la media y lo crudo se anota.
He oído la rechifla de los demonios sobre
mis bancarrotas chuscas de pecador vulgar,
y he mirado a los ángeles y arcángeles mojar
con sus lágrimas de oro mi vajilla de cobre.
Mi carne es combustible y mi conciencia parda;
efímeras y agudas refulgen mis pasiones
cual vidrios de botella que erizaron la barda
del gallinero contra los gatos y ladrones.
¡Oh, Rabí, si te dignas, está bien que me orientes:
he besado mil bocas, pero besé diez frentes!
Mi voluntad es labio y mi beso es el rito...
¡Oh, Rabí, si te dignas, bien está que me encauces;
como el can de San Roque, ha estado mi apetito
con la vista en el cielo y la antorcha en las fauces!

De tu pueblo a tu hacienda te llevabas
la cabellera en libertad y el pecho
guardado por cien místicas aldabas.
Metías en el coche los canarios,
la máquina de Singer, la maceta,
la canasta de pan... Y en el otoño
te ibas rezando leguas de rosarios.
René, el gigante perro del pastor,
en un galope como si nadara,
te escoltaba, buscándote la cara.
Y detrás del René blanco y gigante
en aquel mapamundi de ilusión
cabalgaba sin brida el estudiante.
René hacía tres veces el camino
yendo y viniendo desde ti hasta mí,
ladrando porque no y porque sí.
René, acróbata de tu portezuela, 
venía a hacer brincar su corazón
escandaloso, arriba de mi arzón.
Luego mordía a las mulas; pero ellas,
al peligroso paso de tu río
sólo pedían, por sacarte salva,
transfigurarse en un tiro de estrellas.
A ti la voz confidencial del campo
de mañana llamábate la hija
mayor de la comarca, y en la tarde
de todo lo creado la idea fija.
Del mapamundi del amor, no más
yo en estas vacaciones sobrevivo;
pero fuera del mundo van un coche,
un estudiante de Santo Tomás
y un perro que les ladra sin motivo.
Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos.
Era una madrugada del invierno
y lloviznaban gotas de silencio.
No más señal viviente, que los ecos
de una llamada a misa, en el misterio
de una capilla oceánica, a lo lejos.
De súbito me sales al encuentro
para volar a ti, le dio su vuelo
el Espíritu Santo a mi esqueleto.
Al sujetarme con tus guantes negros
me atrajiste al océano de tu seno,
y nuestras cuatro manos se reunieron
en medio de tu pecho y de mi pecho,
como si fueran los cuatro cimientos
de la fábrica de los universos.
¿Conservabas tu carne en cada hueso?
El enigma de amor se veló entero
en la prudencia de tus guantes negros.
¡Oh, prisionera del valle de México!
mi carne... de tu ser perfecto
quedarán ya tus huesos en mis huesos;
y el traje, el traje aquel, con que tu cuerpo
fue sepultado en el valle de México;
y el figurín aquel, pardo género
que compraste en un viaje de recreo...
Pero en la madrugada de mi sueño,
nuestras manos, en un circuito eterno
la vida apocalíptica vivieron.
Un fuerte... como en un sueño,
libre como cometa, y en su vuelo
la ceniza y ... del cementerio
gusté cual rosa...
PROEMIO
Yo que sólo canté de la exquisita
partitura del íntimo decoro,
alzo hoy la voz a la mitad del foro
a la manera del tenor que imita
la gutural modulación del bajo,
para cortar a la epopeya un gajo.
Navegaré por las olas civiles
con remos que no pesan, porque van
como los brazos del correo chuán
que remaba la Mancha con fusiles.
Diré con una épica sordina:
la patria es impecable y diamantina.
Suave Patria: permite que te envuelva
en la más honda música de selva
con que me modelaste todo entero
al golpe cadencioso de las hachas
entre gritos y risas de muchachas
y pájaros de oficio carpintero.
Patria: tu superficie es el maíz,
tus minas el palacio del Rey de Oros,
y tu cielo, las garzas en desliz
y el relámpago verde de los loros.
El Niño Dios te escrituró un establo
y los veneros del petróleo el diablo.
Sobre tu Capital, cada hora vuela
ojerosa y pintada, en carretela;
y en tu provincia, del reloj en vela
que rondan los palomos colipavos,
las campanadas caen como centavos.
Patria: un mutilado territorio
se viste de percal y de abalorio.
Suave Patria: tu casa todavía
es tan grande, que el tren va por la vía
como aguinaldo de juguetería.
Y en el barullo de las estaciones,
con tu mirada de mestiza, pones
la inmensidad sobre los corazones.
¿Quién, en la noche que asusta a la rana
no miró, antes de saber del vicio,
del brazo de su novia, la galana
pólvora de los juegos de artificio?
Suave Patria: en tu tórrido festín
luces policromías de delfín,
y con tu pelo rubio se desposa
el alma, equilibrista chuparrosa,
y a tus dos trenzas de tabaco, sabe
ofrendar aguamiel toda mi briosa
raza de bailadores de jarabe.
Tu barro suena a plata, y en tu puño
su sonora miseria es alcancía;
y por las madrugadas del terruño,
en calles como espejos, se veía
el santo olor de la panadería.
Cuando nacemos, nos regalas notas,
después, un paraíso de compotas,
y luego te regalas toda entera
suave Patria, alacena y pajarera.
Al triste y feliz dices que si,
que en tu lengua de amor prueben de ti
la picadura del ajonjolí.
¡Y tu cielo nupcial, que cuando truena
de deleites frenéticos nos llena!
Trueno de nuestras nubes, que nos baña
de locura, enloquece a la montaña,
requiebra a la mujer, sana al lunático
incorpora a los muertos, pide el Viático,
y al fin derrumba las madererías
de Dios, sobre las tierras labrantías.
Trueno del temporal: oigo en tus quejas
crujir los esqueletos en parejas;
oigo lo que se fue, lo que aun no toco,
y la hora actual con su vientre de coco.
Y oigo en el brinco de tu ida y venida
oh trueno, la ruleta de mi vida.
INTERMEDIO
Cuauhtémoc
Joven abuelo; escúchame loarte
único héroe a la altura del arte.
Anacrónicamente, absurdamente,
a tu nopal inclínase el rosal;
al idioma del blanco, tú lo imantas
y es surtidor de católica fuente
que de responsos llena el victorial
zócalo de cenizas de tus plantas.
No como a César el rubor patricio
te cubre el rostro en medio del suplicio:
tu cabeza desnuda se nos queda
hemisféricamente, de moneda.
Moneda espiritual en que se fragua
todo lo que sufriste: la piragua
prisionera , al azoro de tus crías,
el sollozar de tus mitologías,
la Malinche, los ídolos a nado,
y por encima, haberte desatado
del pecho curvo de la emperatriz
como del pecho de una codorniz.
SEGUNDO ACTO
Suave Patria: tú vales por el río
de las virtudes de tu mujerío.
Tus hijas atraviesan como hadas,
o destilando un invisible alcohol
vestidas con las redes de tu sol,
cruzan como botellas alumbradas.
Suave Patria: te amo no cual mito,
sino por tu verdad de pan bendito;
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.
Inaccesible al deshonor, flores;
creeré en ti, mientras una mexicana
en su tápalo lleve los dobleces
de la tienda, a las seis de la mañana
y al estrenar su lujo quede lleno
el país, del aroma del estreno.
Como la sota moza, Patria mía,
en piso de metal, vives al día,
de milagro, como la lotería.
Tu imagen, el Palacio Nacional
con tu misma grandeza y con tu igual
estatura de niño y de dedal.
Te dará, frente al hambre y el abús,
un higo San Felipe de Jesús.
Suave Patria, vendedora de chía:
quiero raptarte en la cuaresma opaca,
sobre un garañón, y con matraca,
y entre los tiros de la policía.
Tus entrañas no niegan un asilo
para el ave que el párvulo sepulta
en una caja de carretes de hilo,
y nuestra juventud, llorando, oculta
dentro de ti el cadáver hecho poma
de aves que hablan nuestro mismo idioma.
Si me ahogo en tus julios, a mí baja
desde el vergel de tu peinado denso
frescura de rebozo y de tinaja:
y si tirito, dejas que me arrope
en tu respiración azul de incienso
y en tus carnosos labios de rompope.
Por tu balcón de palmas bendecidas
el Domingo de Ramos, yo desfilo
lleno de sombra, porque tú trepidas.
Quieren morir tu ánima y tu estilo,
cual muriéndose van las cantadoras
que en las ferias, con el bravío pecho
empitonando la camisa, han hecho
la lujuria y el ritmo de las horas.
Patria, te doy de tu dicha la clave:
sé siempre igual, fiel a tu espejo diario;
cincuenta veces es igual el Ave
taladrada en el hilo del rosario,
y es mas feliz que tú, Patria suave.
Sé igual y fiel; pupilas de abandono;
sedienta voz, la trigarante faja
en tus pechugas al vapor; y un trono
a la intemperie, cual una sonaja:
¡la carretera alegórica de paja!
Tus otoños me arrullan
en coro de quimeras obstinadas;
vas en mí cual la venda va en la herida;
en bienestar de placidez me embriagas;
la luna lugareña va en tus ojos
¡oh blanda que eres entre todas blanda!
y no sé todavía
qué esperarán de ti mis esperanzas.
Si vas dentro de mí, como una inerme
doncella por la zona devastada
en que ruge el pecado, y si las fieras
atónitas se echan cuando pasas;
si has sido menos que una melodía
suspirante, que flota sobre el ánima,
y más que una pía salutación;
si de tu pecho asciende una fragancia
de limón, cabalmente refrescante
e inicialmente ácida;
si mi voto es que vivas dentro de una
virginidad perenne aromática,
vuélvese un hondo enigma
lo que de ti persigue mi esperanza.
¿Qué me está reservado
de tu persona etérea? ¿Qué es la arcana 
promesa de tus ser? Quizá el suspiro
de tu propio existir; quizá la vaga
anunciación penosa de tu rostro;
la cadencia balsámica
que eres tú misma, incienso y voz de armonio
en la tarde llovida y encalmada...
De toda ti me viene
la melodiosa dádiva
que me brindó la escuela
parroquial, en una hora ya lejana,
en que unas voces núbiles
y lentas ensayaban,
en un solfeo cristalino y simple,
una lección de Eslava.
Y de ti y de la escuela
pido el cristal, pido las notas llanas,
para invocarte ¡oscura
y rabiosa esperanza!
con una a colmada de presentes,
con una a impregnada
del licor de un banquete espiritual:
cara mansa, ala diáfana, alma blanda,
fragancia casta y ácida!
Estos, amada, son sitios vulgares
en que en el ruido mundanal se asusta
el alma fidelísima, que gusta
de evocar tus encantos familiares.
Añoro dulcemente los lugares
en donde imperas cual señora justa,
tu voz real y tu mirada augusta
que ungieron con su gracia mis pesares.
Y recuerdo que en época lejana,
por tus raras virtudes milagrosas
y tu amable modestia provinciana,
ebrio de amor te comparó el poeta
con la mejor de las piedras preciosas
oculta en pobres hojas de violeta.
***
Tuviste, en la delicia de mi sueño,
fuerza de mano que se da al caído
y la piedad de un pájaro agoreño
que en la rama caduca pone el nido.
De tu falda al seráfico pergeño
cual párvulo medroso estoy asido,
que en la infantil iglesia de mi ensueño
las imágenes rotas han caído.
Yo sé que en mis catástrofes internas
no más quedas tú en pie, señora alta,
de frente noble y de miradas tiernas.
Condúceme en las noches inclementes
porque sin ti, para marchar, me falta
el óleo de las vírgenes prudentes.
Mi vida, enferma de fastidio, gusta
de irse a guarecer año por año
a la casa vetusta
de los nobles abuelos,
como a refugio en que en la paz divina
de las cosas de antaño
sólo se oye la voz de la madrina
que se repone del acceso de asma
para seguir hablando de sus muertos
y narrar, al amparo del crepúsculo,
la aparición del familiar fantasma.
A veces, en los ámbitos desiertos
de los viejos salones,
cuando dialogas con la voz anciana,
se oye también, sonora maravilla,
tu clara voz, como la campanilla
de las litúrgicas elevaciones.
Yo te digo en verdad, buena Fuensanta,
que tu voz es un verso que se canta
a la Virgen, las tardes en que mayo
inunda la parroquia con sus flores;
que tu mirada viva es como el rayo
que arranca el sol a la custodia rica
que dio para el altar mayor la esposa
de un católico Rey de las Españas;
que tu virtud amable me edifica,
y que eres a mis ósculos sabrosa
no como de los reyes los manjares,
sino cual pan humilde que se amasa
en la nativa casa
y se dora en los hornos familiares.
¡Oh, Fuensanta! Mi espíritu ayudado
de tus manos amigas,
ha de exhumar las glorias del pasado:
en el ropero arcaico están las ligas
que en el día nupcial fueron ofrenda
del abuelo amador
a la novia de rostro placentero,
y cada una tiene su leyenda:
"Tú fuiste, Amada, mi primer amor",
"Y serás el postrero."
¡Oh, noble sangre, corazón pueril
de comienzos del siglo diecinueve,
para ti la mujer, por el decoro
de sus blancas virtudes,
era como una Torre de Marfil
en que después del madrigal sonoro
colgabas los románticos laúdes!
Yo obedezco, Fuensanta, al atavismo
de aquel alto querer, te llamo hermana,
fiel a mi bautismo
sólo te ruego en mi amoroso mal
con la prez lauretana.
Tu llanto es para mi linfa lustral
que por virtud divina se convierte
en perlas eclesiásticas, bien mío,
para hacerme un rosario contra el frío
y las hondas angustias de la muerte.
Los vistosos mantones de Manila
que adornaron a las antepasadas
y tienes en las manos delicadas,
me sugieren la época intranquila
de los días feriales
en que el pueblo se alegra con la Pascua,
hay cohetes sonoros,
tocan diana las músicas triunfales,
y la tarde de toros
y la mujer son una sola ascua.
También tú, con las flores policromas
que engalanan los clásicos mantones
de Manila, pudieras haber ido
a la conquista de los corazones.
Mas oh Fuensanta, el buen Jesús le pido
que te preserve con su amor profundo:
tus plantas no son hechas
para los bailes frívolos del mundo
sino para subir por el Calvario,
y exento de pagano sensualismo
el fulgor de tus ojos es el mismo
que el de las brasas en el incensario.
Y aunque el alma atónita se queda
con las venustidades tentadoras
a las que dan el fruto de su industria
los gusanos de seda,
quiere mejor santificar las horas
quedándose a dormir en la almohada
de tus brazos sedeños
para ver, en la noche ilusionada, 
la escala de Jacob llena de ensueños.
Y las alegres ropas,
los antiguos espejos,
el cristal empañado de las copas
en que bebieron de los rancios vinos
los amantes de entonces, y los viejos 
cascabeles que hoy suenan apagados
y se mueren de olvido en los baúles,
nos hablan de las noches de verbena,
de horizontes azules
en que cobija a los enamorados
el sortilegio de la luna llena.
Fuensanta: ha de ser locura grata
la de bailar contigo a los compases
mágicos de una vieja serenata
en que el ritmo travieso de la orquesta,
embriagando los cuerpos danzadores,
se acuerda al ritmo de la sangre en fiesta.
Pero es mejor quererte
por tus tranquilos ojos taumaturgos,
por tu cristiana paz de mujer fuerte, 
porque me llevas de la mano a Sión
cuya inmortal lucerna es el Cordero,
porque la noche de mi amor primero
la hiciste de perfume y transparencia
como la noche de la Anunciación;
por tus santos oficios de Verónica,
y porque regalaste la paciencia
del Evangelio, a mi tristeza crónica.
Los muebles están bien en la suprema
vetustez elegante del poema.
Las arcas se conservan olorosas
a las frutas guardadas;
el sofá tiene huellas de los muslos.
salomónicos de las desposadas;
entre un adorno artificial de rosas
surgen, en un ambiente desteñido,
las piadosas pinturas polvorientas;
y el casto lecho que pudiera ser
para las almas núbiles un nido,
nos invita a las nupcias incruentas
y es el mismo, Fuensanta, en que se amaron
las parejas eróticas de ayer.
Dos fantasmas dolientes
en él seremos en tranquilo amor,
en connubio sin mácula yacentes;
una pareja fallecida en flor,
en la flor de los sueños y las vidas;
carne difunta, espíritus en vela
que oyen cómo canta
por mil años el ave de la Gloria;
dos sombras dormidas
en el tálamo estéril de una santa.
ENVÍO
A ti, con quien comparto la locura
de un arte firme, diáfano y risueño;
a ti, poeta hermano que eres cura
de la noble parroquia del Ensueño;
va la canción de mi amoroso mal,
este poema de vetustas cosas
y viejas ilusiones milagrosas,
a pedirte la gracia bautismal.
Te lo dedico
porque eres para mí dos veces rico;
por tus ilustres órdenes sagradas
y porque de tu verso en la riqueza
la sal de la tristeza
y la azúcar del bien están loadas.
A Alfonso Cravioto
Fuérame dado remontar el río
de los años, y en una reconquista
feliz de mi ignorancia, ser de nuevo
la frente limpia y bárbara del niño...
Volver a ser el arrebol, y el húmedo
pétalo, y la llorosa y pulcra infancia
que deja el baño para secarse al sol...
Entonces, con instinto maternal,
me subirías al regazo, para
interrogarme, Amor, si eras querida
hasta el agua inmanente de tu pozo
o hasta el penacho tornadizo y fágil 
de tu naranjo en flor.
Yo, sintiéndome bien en la aromática
vecindad de tus hombros y en la limpia
fragancia de tus brazos, 
te diría quererte más allá
de las torres gemelas.
Dejarías entonces en la bárbara
novedad de mi frente
el beso inaccesible
a mi experiencia licenciosa y fúnebre.
¿Por qué en la tarde inválida,
cuando los niños pasan por tu reja, 
yo no soy una casta pequeñez
en tus manos adictas
y junto a la eficacia de tu boca?
A José Juan Tablada.
Hasta el ángulo en sombra en que, al soñar los leves
sueños de la mañana,
funjo interinamente de árabe sin hurí,
llega la dulce voz de una dulce paisana.
La alondra me despierta
con un tímido ensayo de canción balbuciente
y un titubeo de sol en el ala inexperta.
¡Gracias, Padre del día,
oh buen Pastor de estrellas cantando por Banville!
Gracias por el saludo en que esta embajadora
del alba, me ha traído un mensaje de abril;
gracias porque el temblor de su canto se funde
con las madrugadoras esquilas de mi tierra,
y porque el sol que tiembla en sus alas no es otro
que el que baña la casa en que nací, y el valle
azul, y la azul sierra.
¡Gracias porque en el trino
de la alondra, me llega,
por primer don del día, este don femenino!
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UN LACÓNICO GRITO
Yo te digo: "Alma mía, tú saliste
con vestido nupcial de la plomiza
eternidad, como saldría una ala
del nimbus que se eriza
de rayos; y una mañana has de volver
al metálico nimbus,
llevando, entre tus velos virginales,
mi ánima impoluta
y mi cuerpo sin males."
Mas mi labio, que osa
decir palabras de inmortalidad,
se ha de pudrir en la húmeda
tiniebla de la fosa.
Mi corazón te dice: "Rosa intacta,
vas dibujada en mi con un dibujo
incólume, e irradias en mi sombra
como un diamante en un raso de lujo."
Mi corazón olvida
que engendrará al gusano
mayor, en una asfixia corrompida.
Siempre que inicio un vuelo por encima de todo,
un demonio sarcástico maúlla
y me devuelve al lodo.
Tú misma, blanca ala que te elevas
en mi horizonte, con la compostura
beata de las palomas de los púlpitos,
y que has compendiado en tu blancura
un anhelo infinito,
sólo serás en breve
un lacónico grito
y un desastre de plumas, cual rizada
y dispersada nieve.

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He vuelto a media noche a mi casa, y un canto
como vena de agua que solloza, me acoge...
Es el músico célibe, es el solista dócil
y experto, es el zenzontle que mece los cansancios
seniles y la incauta ilusión con que sueñan
las damitas... No cabe duda que el prisionero
sabe cantar. Su lengua es como aquellas otras
que el candor de los clásicos minuciosos Psicólogos,
pero atinaban con el mundo elemental
y daban a las cosas sus nombres...
Sigo oyendo la musical tarea del zenzontle,
y lo admiro por impávido y fuerte, porque no se amilana
en el caos de las lóbregas vigilias, y no teme
despertar a los monstruos de la noche. Su pico
repasa el cuerpo de la noche, como el de una
amante; el valeroso pico de este zenzontle
va recorriendo el cuerpo de la noche: las cejas,
y la nuca, y el bozo. Súbitamente, irrumpe
el arpegio animoso que reta en su guarida
a todas las hostiles reservas de la amante...
¿Hay acaso otro solo poeta que, como éste,
desafíe a las incógnitas potestades, y hiera
con su venablo lírico el silencio despótico?
Respondamos nosotros, los necios y cobardes
que en la noche tememos aventurar la mano
afuera de las sábanas... El zenzontle me lleva
hasta los corredores del patio solariego
en que había canarios, con el buche teñido
con un verde inicial de lechuga, y las alas
como onzas acabadas de troquelar. También
había por aquellos corredores, las roncas
palomas que se visten de canela y se ajustan
los collares de luto... Corredores propicios
en que José Manuel y Berta platicaban
y en que la misma Berta, con su gentil descoco,
me dijo alguna vez: "Si estos corredores
como tumbas, hablaran ¡Que cosas no dirían!"
Mas en estos momentos el zenzontle repite
un silbo montaraz, como un pastor llamando
a una pastora; y caigo en la lúgubre cuenta
de que el zenzontle vive castamente, y su limpia
virtud no ha de obtener un premio en Josafat.
Es seguro que el pobre cantor, que da su música
a la erótica letra de las lunas de miel,
lo aprisionaron virgen en su monte; y me apena
que ignore que la dicha de amar es un galope
del corazón sin brida, por el desfiladero
de la muerte. Deploro su castidad reclusa
y hasta le cedería uno de mis placeres.
Mas ya el sueño me vence... El zenzontle prolonga
su confesión melódica frente a las potestades
enemigas, y corto aqui mi panegírico
para el zenzontle impávido, virgen y confesor.
A Antonio Moreno y Oviedo.
Mujer que recogiste los primeros
frutos de mi pasión, ¡con qué alegría
como una santa esposa te vería
llegar a mis floridos jazmineros!
Al mirarte venir, los placenteros
cantares del amor desgranaría,
colgada en la risueña galería,
la jaula de canarios vocingleros.
Si a mis abismos de tristeza bajas
y si al conjuro de tu labio cuajas
de botones las rústicas macetas,
te aspiraré con gozo temerario
como se aspira en un devocionario
un perfume de místicas violetas.
Y al sospechar que los recuerdos llenas
de otro amor ya pasado con la historia,
me muerden el espíritu los celos
y quieren mis anhelos
extender con la sombra de mis penas
la noche del olvido en tu memoria.
Me impongo la costosa penitencia
de no mirarte en días y días, porque mis ojos,
cuando por fin te miren, se aneguen en tu esencia
como si naufragasen en un golfo de púrpura,
de melodía y de vehemencia.
Pasa el lunes, y el martes, y el miércoles... Yo sufro
tu eclipse ¡oh criatura solar! mas en mi duelo
el afán de mirarte se dilata
como una profecía; se descorre cual velo
paulatino; se acendra como miel; se aquilata
como la entraña de las piedras finas;
y se aguza como el llavín
de la celda de amor de un monasterio en ruinas.
Tú no sabes la dicha refinada
que hay en huirte, que hay en el furtivo gozo
de adorarte furtivamente, de cortejarte
más allá de la sombra, de bajarse el embozo
una vez por semana, y exponer las pupilas,
en un minuto fraudulento,
a la mancha de púrpura de tu deslumbramiento.
En el bosque de amor, soy cazador furtivo;
te acecho entre dormidos y tupidos follajes,
como se acecha un ave fúlgida; y de estos viajes
por la espesura, traigo a mi aislamiento
el más fúlgido de los plumajes:
el plumaje de púrpura de tu deslumbramiento.
¡Oh qué gratas las horas de los tiempos lejanos
en que quiso la infancia regalarnos un cuento!
Dormida por centurias en un bosque opulento,
despertaste a la blanda caricia de mis manos.
Y después, sin que fueran los barbudos enanos
o las almas en pena a turbar el contento
del señorial palacio, en dulce arrobamiento
unimos nuestras vidas como buenos hermanos.
Hoy se ha roto el encanto: ya la Bella Durmiente
no eres tú; la ilusión de trinos musicales
se fue para otros climas, y pacíficamente
celebraré contigo mis regios esponsales,
al rendir el espíritu, de rostro hacia el poniente,
en la paz evangélica de los campos natales.
Hoy que la indiferencia del siglo me desola
sé que ayer tuve dones celestes de continuo,
y con los ejercicios de Ignacio de Loyola
el corazón sangraba como al dardo divino.
Feliz era mi alma sin que estuviese sola:
había en torno de ella pan de hostias, el vino
de consagrar, los actos con que Jesús se inmola
y tesis de Boecio y de Tomás de Aquino.
¿Amor a las mujeres? Apenas rememoro
que tuve no sé cuáles sensaciones arcanas
en las misas solemnes, cuando brillaba oro
de casullas y mitras, en aquellas mañanas
en que vi muchas bellas colegialas: el coro
que a la iglesia traían las monjas Teresianas.
¡Oh pobres almas nuestras
que perdieron el nido
y que van arrastradas
en la falsa corriente
del olvido!
Y pensar que extraviamos
la senda milagrosa
en que se hubiera abierto
nuestra ilusión, como perenne rosa.
Pudieron deslizarse,
sin sentir, nuestras vidas
con el compás romántico
que hay en las músicas desfallecidas
Y pensar que pudimos
enlazar nuestras manos
y apurar en un beso
la comunión de fértiles veranos.
Y pensar que pudimos,
al acercarse el fin de la jornada,
alumbrar la vejez en una dulce
conjunción de existencias,
contemplando, en la noche ilusionada,
el cintilar perenne del zodíaco
sobre la sombra de nuestras conciencias...
Mas en vano deliro y te recuerdo,
oh virgen esperanza,
oh ilusión que te quedas
en no sé que lejanas arboledas
y en no sé qué remota venturanza.
Sigamos sumergiéndonos... Mas antes
que la sorda corriente
nos precipite a lo desconocido,
hagamos un esfuerzo de agonía
para salir a flote
y ver, la última vez, nuestras cabezas
sobre las aguas turbias del olvido.
Por débil y pequeña,
oh flor de paraíso,
cabías en el vértice
del corazón en fiesta que te quiso.
Salíamos al campo
y tu cuerpo minúsculo
se destacaba airoso
en la grana y el oro del crepúsculo.
¡Oh noches enlunadas
oh provinciana orquesta,
oh tu alma piadosa!
¡Oh mi incansable corazón en fiesta!
Y una noche moriste
con la paz de un lamento
que se va con la brisa
al brocado ideal del firmamento.
Se derramó tu espíritu
cual vaso de ambrosía,
y en tu mano difunta
puso mi amor una azucena pía.
Sorda estás para siempre,
el recuerdo me abrasa
y al tocar en la puerta
turba el ruido el silencio de la casa.
¡Oh ilusión fallecida
en abril! ¡Oh alma presta
a todos los ensueños
del incansable corazón en fiesta!
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EL MINUTO COBARDE
A Saturnino Herrán
En estos hiperbólicos minutos
en que la vida sube por mi pecho
como una marea de tributos
onerosos, la plétora de vida
se resuelve en renuncia capital
y en miedo se liquida.
Mi sufrimiento es como un gravamen
de rencor, y mi dicha como cera
que se derrite siempre en jubileos,
y hasta mi mismo amor es como un tósigo
que en la raíz del corazón prospera.
Cobardemente clamo, desde el centro
de mis intensidades corrosivas,
a mi parroquia, el ave moderada,
a la flor quieta y alas aguas vivas.
Yo quisiera acogerme a la mesura,
a la estricta conciencia y al recato
de aquellas cosas que me hicieron bien...
Anticuados relojes del Curato
cuyas pesas de cobre
se retardaban, con intención pura,
por aplazarme indefinidamente
la primera amargura.
Obesidad de aquellas lunas que iban
rodando, dormilonas y coquetas,
por un absorto azul
sobre los árboles de las banquetas.
Fatiga incierta de un incierto piano
en que un tema llorón se decantaba,
con insomnio y desgano,
en favor del obtuso centinela
y contra la salud del hortelano.
Santos de piedra que en el atrio exponen
su casulla de piedra a la herejía
del recio temporal.
Garganta criolla de Carmen García
que mandaba su canto hasta las calles
envueltas en perfume vegetal.
Cromos bobalicones,
colgados por estímulo a la mesa.
Y que muestran sandías y viandas
con exageraciones pictóricas; exánimes gallinas,
y conejos en quienes no hizo sangre
lo comedido de los perdigones.
Canteras cuyo vértice poroso
destila el agua, con paciente escrúpulo,
en el monjil reposo
del comedor, a cada golpe neto
con que las gotas, simples y tardías,
acrecen el caudal noches y días.
Acudo a la justicia original
de todas estas cosas;
mas en mi pecho siguen germinando
las plantas venenosas,
y mi violento espíritu se halla
nostálgico de sus jaculatorias
y del pío metal de su medalla.
¿Que elocuencia, desvalida
y casta, hay en tu persona
que en un perenne desastre
a las lágrimas convida?
La frente, Amor, hoy levanto
hasta tu busto en otoño
que es un vaso de suspiros
y una invitación al llanto.
Tus hombros son como un ara
en que la rosa contrita
de un pésame sin sollozos
húmeda se deshojara.
Cuando conmigo estás sola
¿qué lágrimas ideales
te dan un súbito manto
con una súbita aureola?
Te vas entrando al umbrío
corazón, y en él imperas
en una corte luctuosa
con doliente señorío.
Tus hombros son buenos para
un llanto copioso y mudo...
Amor, suave Amor, Amor,
tus hombros son como una ara.
Trasmútase mi alma en tu presencia
como un florecimiento,
que se vuelve cosecha.
Los amados espectros de mi rito
para siempre me dejan;
mi alma desazona
como pobre chicuela
a quien prohiben en el mes de mayo
que vaya a ofrecer flores en la iglesia.
Mas contemplo en tu rostro
la redecilla de medrosas venas,
como un azul sospecha
de pasión, y camino en tu presencia
como en campo de trigo en que latiese
una misantropía de violetas.
Mis lirios van muriendo, y me dan pena;
pero tu mano pródiga acumula
sobre mí sus bondades veraniegas,
y te respiro como a un ambiente
frutal; como en la fiesta
del Corpus respiraba hasta embriagarme
la fruta del mercado de mi tierra.
Yo desdoblé mi facultad de amor
en liviana aspereza
y suave suspirar de monaguillo;
pero tú me revelas
el apetito indivisible, y cruzas
con tu antorcha inefable
incendiando mi pingüe sementera.
¡Oh bienaventuranza fértil de los que saben
ir gimiendo y llorando despreciativamente,
como en la Salve, que es un óleo y una fuente!
Yo también supe antaño de la bondad del cielo
que en mis acerbos pésames llovía,
y compuse mi Salve, con la fe de un cruzado
bajo los muros de Antioquía.
Mas hoy es un vinagre
mi alma, y mi ecuménico dolor un holocausto
que en el desierto humea.
Mi Cristo, ante la esponja de las hieles, jadea.
Con la árida agonía de un corazón exhausto.
¡Señor, Tú que colocas
resina en la corteza impenitente
y agua entrañable en las adustas rocas,
hazme casto y humilde para poder llorar
la bienaventuranza de aquel llanto deshecho
que fertiliza lava el pecho,
y verás cómo mi alma se atavía
y trueca su congoja en alborozo
par escalar los muros de Antioquía!
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LAS DESTERRADAS
A Rafael Pimentel
Ya la provincia toda
reconcentra a sus sanas hijas de las caducas
avenidas, y Rut y Rebeca proclaman
la novedad campestre de sus nucas.
Las pobres desterradas
de Morelia y Toluca, de Durango y San Luis,
aroman la Metrópoli como granos de anís.
La parvada maltrecha
de alondras, cae aquí con el esfuerzo
fragante de las gotas de un arbusto
batido por el cierzo.
Improvisan su tienda
para medir, cuadrantes pesarosos,
la ruina de su paz y de su hacienda.
Ellas, las que soñaban
perdidas en los vastos aposentos
duermen en hospedajes avarientos.
Propietarios de huertos y de huertas copiosas,
regatean las frutas y las rosas.
Con sus modas pasadas
y sus luengos zarcillos
y su mirar somero,
inmútase a los brillos
de los escaparates de un joyero.
Y después, a evocar la sandía tropa
de pavos, y su susto manifiesto
cuando bajaban por aquel recuesto...
¡Oh siestas regalonas,
melindre ante la jícara que humea,
soponcio ante la recua intempestiva
que tumba las macetas de las pardas casonas;
lotería de nueces,
y Tenorio que flecha el historiado
postigo de las rejas antañonas!
Paso junto a las lentas fugitivas: nos saben
en su desgarbo airoso y en su activo quietismo,
la derretida y pura
compensación que logra su ostracismo
sobre mi pecho, para ellas holgadamente
hospitalario, aprensivo y munificente.
Yo os acojo, anónimas y lentas desterradas,
como si a mí viniese
la lúcida familia de las hadas,
porque oléis al opíparo destino
y al exaltado fuero
de los calabazates que sazona
el resol del
Adviento, en la cornisa
recoleta y poltrona.
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Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma
de todos los voraces ayunos pordioseros;
mi alma y mi carne trémulas imploran a la espuma
del mar y al simulacro azul de los luceros.
El cuervo legendario que nutre al cenobita
vuela por mi Tebaida sin dejarme su pan,
otro cuervo transporta una flor inaudita,
otro lleva en el pico a la mujer de Adán,
y sin verme siquiera, los tres cuervos se van.
Prosigue descubriendo mi pupila famélica
más panes y más lindas mujeres y más rosas
en el bando de cuervos que en la jornada célica
sus picos atavía con las cargas preciosas,
y encima de mi sacro apetito no baja
sino un pétalo, un rizo prófugo, una migaja.
Saboreo mi brizna heteróclita, y siente
mi sed la cristalina nostalgia de la fuente,
y la pródiga vida se derrama en el falso
festín y en el suplicio de mi hambre creciente
como una conucopia se vuelca en un cadalso.
En mi ostracismo acerbo me alegré esta mañana
con el encuentro súbito de una hermosa paisana
que tiene un largo nombre de remota novela:
la hija del enjuto médico del lugar.
Antaño íbamos juntos de la casa a la escuela;
las tardes de los sábados, en infantil asueto,
por las calles del pueblo solíamos vagar,
y jugando aprendimos los dos el alfabeto.
Me saludó, y en medio de graciosos cumplidos,
su armonioso lenguaje me hizo reconocer
en ella a la cuentista de las horas de ayer
en la Plaza de Armas de musicales nidos.
¡Pobre amiga de entonces, pobre flor provinciana
que en metrópolis andas en ruidoso paseo;
pobre flor casadera, rosa que eres hermana
de las que se desmayan en humilde cacharro
esperando que vuelvas del viaje de recreo!
Para que no se manche tu ropa con el barro
de ciudades impuras, a tu pueblo regresa;
y sólo pido, en nombre de mi tristeza extática
que oyó tu voz ingenua, que en la nocturna plática
hagas de mí un recuerdo jovial de sobremesa.
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MI CORAZ
ÓN AMERITA...
A Rafael López.
Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacara al día, como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;
y al oírlo batir su cárcel, yo me anego
y me hundo en ternura remordida de un padre
que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego.
Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Placer, amor, dolor... todo le es ultraje
y estimula su cruel carrera logarítmica
sus ávidas mareas y su eterno oleaje.
Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Es la mitra y la válvula... Yo me lo arrancaría
para llevarlo en triunfo a conocer el día,
la estola de violetas en los hombros del alba,
el cíngulo morado de los atardeceres,
los astros, y el perímetro jovial de las mujeres.
Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Desde una cumbre enhiesta yo lo he de lanzar
como sangriento disco a la hoguera solar.
Asi extirparé el cáncer de mi fatiga dura,
seré impasible por el Este y el Oeste,
asistiré con una sonrisa depravada
a las ineptitudes de la inepta cultura,
y habrá en mi corazón la llama que le preste
el incendio sinfónico de la esfera celeste.

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En la muerte de José Enrique Rodó.
En la quieta impostura virginal de la noche
que cobija el amor con su tenue derroche
de luceros, padrinos del erótico abrazo,
el mundo de Rubén Darío se contrista
por el cordial filósofo que sembró en el regazo
de América esperanzas, por el espectro artista
que hoy arroba al Zodíaco con su arenga optimista.
Yo alabo el confesor de la Santa Esperanza
y a la doncella verde en la misma alabanza.
Esperanza, doncella verde, tu vestidura
es el matiz de una corteza prematura.
Esperanza, en el arco iris, tu cabellera
ameniza los cielos como una enredadera.
Esperanza, los astros en que titila el verde
son el feudo en que moras y en que tu luz se pierde.
Los ojos vegetales con que miras y salvas
parodian a la felpa rústica de las malvas.
En la luz teologal de tus dos ojos claros
se surten las luciérnagas, las joyas y los faros.
Rayan la oscuridad del más oscuro mes
las puntas de esmeralda de tus inclitos pies.
Y tapizas el antro submarino, y la armónica
cuita de los cipreses, y la paleta agónica.
¡Oh doncella, que guardas los suspiros más graves
del hombre, como guarda un llavero sus llaves:
un relámpago anuncia que el instante se acerca
en que tiñas de ti las aguas de mi alberca,
y a tu paso, fosfórica e inviolable mujer,
mi corazón se abre, pronto a reverdecer.!
Y bajo la impostura virginal de la noche
que cobija el amor con un tenue derroche
de luceros, un mito saludable me afianza
y alabo al confesor de la santa Esperanza
y a la doncella verde en la misma alabanza.
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LA ESTROFA QUE DANZA
A Antonia Mercé
Ya brotas de la escena cual guarismo
tornasol, y desfloras el mutismo
con los toques undívagos de tu planta certera
que fiera se amanera al marcar hechicera
las multánimes giros de una sola quimera.
Ya tus ojos entraron al combate
como dos uvas de un goloso uvate;
bajo tus castañuelas se rinden los destinos
y se cuelgan de ti los sueños masculinos,
cual de la cuerda endeble de una lira, los trinos.
Ya te adula la orquesta con servil
dejo libidinoso de reptil,
y danzando lacónica, tu reojo me plagia;
y pisas mi entusiasmo con una cruel magia
como estrofa danzante que pisa una hemorragia.
Ya vuelas como un rito por los planos
limítrofes de todos los arcanos;
las almas que tu arrullo va limpiando de escoria
quisieran renunciar su futuro y su historia,
por dormirse en la tersa amnistía de tu gloria.
Guarismo, cuerda, y ejemplar figura:
tu rítmica y eurítmica cintura
nos roba a todos nuestra flama pura;
y tus talones tránsfugas, que se salen del mundo
por la tangente dócil de un celaje profundo,
se llevan mis holgorios el azul pudibundo.

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Muchachita que eras
brevedad, redondez y color,
como las esferas
que en las rinconeras
de una sala ortodoxa mitigan su esplendor...
Muchachita hemisférica y algo triste
que tus lágrimas púberes me diste,
que en el mes del Rosario
a mis ojos fingías
amapola diciendo avemarías
y que dejabas en mi idilio proletario
y en mi corbata indigente,
cual un aroma dúplice, tu ternura naciente
y tu catolicismo milenario...
En un día de báquicos desenfrenos,
me dicen que preguntas por mí; te evoco
tan pequeña, que puedes bañar tus plenos
encantos dentro de un poco
de licor, porque cabe tu estatura pía
en la última copa de la cristalería;
y revives redonda, castiza y breve
como las esferas
que en las rinconeras
del siglo diecinueve,
amortiguan su gala
verde o azul o carmesí,
y copian, en la curva que se parece a ti,
el inventario de la muerta sala.

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FÁBULA DÍSTICA
A Tórtola Valencia
No merecías las loas vulgares
que te han escrito los peninsulares.
Acreedora de prosas cual doblones
y del patricio verso de Lugones.
En el morado foro episcopal
eres el Árbol del bien y del mal.
Piensan las señoritas al mirarte:
con virtud no se va a ninguna parte.
Monseñor, encargado de la Mitra,
apostató con la Danza de Anitra.
Foscos milites revolucionarios
truecan espadas por escapularios,
aletargándose en la melodía
de tu imperecedera teogonía.
Tu filarmónico Danubio baña
el colgante jardín de la patraña.
La estolidez enreda sus hablillas
cabe tus pitagóricas rodillas.
En el horror voluble del incienso
se momifica tu rostro suspenso,
mas de la momia empieza a transcender
sanguinolento aviso de mujer.
Y vives la única vida segura:
la de Eva montada en la razón pura.
Tu rotación de ménade aniquila
la zurda ciencia, que cabe en tu axila.
En la honda noche del enigma ingrato
se enciende, como un iris, tu boato.
Te riegas cálida, como los vinos,
sobre los extraviados peregrinos.
La pobre carne, frente a ti, se alza
como brincó de los dedos divinos:
religiosa, frenética y descalza.

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Tierra mojada de las tardes líquidas
en que la lluvia cuchichea
y en que se reblandecen las señoritas, bajo
el redoble del agua en la azotea...
Tierra mojada de las tardes olfativas
en que un afán misántropo remonta las lascivas
soledades del éter, y en ellas se desposa
con la ulterior paloma de Noé;
mientras se obstina el tableteo
del rayo, por la nube cenagosa...
Tarde mojada, de hábitos labriegos,
en la cual reconozco estar hecho un barro,
porque en sus llantos veraniegos,
bajo el auspicio de la media luz,
el alma se licúa sobre los clavos
de su cruz...
Tardes en que el teléfono pregunta
por consabidas náyades arteras,
que salen del baño al amor
a volcar en el lecho las fatuas cabelleras
y a balbucir, con alevosía y con ventaja,
húmedos y anhelantes monosílabos,
según que la llovizna acosa las vidrieras.
Tardes como una alcoba submarina
con su lecho y su tina;
tardes en que envejece una doncella
ante el brasero exhausto de su casa,
esperando a un galán que le lleve una brasa;
tardes en que descienden
los ángeles, a arar surcos derechos
en edificantes barbechos;
tardes en que el chubasco
me induce a enardecer a cada una
de las doncellas frígidas con la brasa oportuna;
tardes en que, oxidada
la voluntad, me siento
acólito del alcanfor,
un poco pez espada
y un poco San Isidro Labrador....

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TU PALABRA MÁS FÚTIL...
Magdalena, conozco que te amo
en que la más trivial de tus acciones
es pasto para mí, como la miga
es la felicidad de los gorriones.
Tu palabra más fútil
es combustible de mi fantasía,
y pasa por mi espíritu feudal
como un rayo de sol por una umbría.
Una mañana (en que la misma prosa
del vivir se tornaba melodiosa)
te daban un periódico en el tren
y rehusaste, diciendo con voz cálida:
"¿Para qué me das esto?" Y estas cinco
breves palabras de tu boca pálida
fueron como un joyel que todo el día
en mi capilla estuvo manifiesto:
y en la noche, sonaba tu pregunta:
"¿Para qué me das esto?"
Y la tarde fugaz que en el teatro
repasaban tus dedos, Magdalena,
la dorada melena
de un chiquillo... Y el prócer ademán
con que diste limosna a aquel anciano...
Y tus dientes que van
en sonrisa ondulante, cual resúmenes
del sol, encandilando la insegura
pupila de los viejos y los párvulos...
Tus dientes, en que están la travesura
y el relámpago de un pueril espejo
que aprisiona del sol una saeta
y clava el rayo férvido en los ojos
del infante embobado
que en su cuna vegeta...
También yo, Magdalena, me deslumbro
en tu sonrisa férvida; y mis horas
van a tu zaga, hambrientas y canoras,
como va tras el ama, por la holgura
de un patio regional, el cortesano
séquito de palomas que codicia
la gota de agua azul y el rubio grano.
Delinquiría
de leso corazón
si no anegara con mi idolatría,
en lacrimosa ablución,
la imagen de la párvula sombría.
Retrato para quien mi llanto mana
a la una de la mañana,
reflejando en su sal, que va sin brida,
la minúscula frente desmedida...
Cejas, andamio
del alcázar del rostro , en las que ondula
mi tragedia mimosa, sin la bula
para un posible epitalamio...
La niña del retrato
se puso seria, y se veló su frente,
y endureció los dos ojos profundos,
como una migajita de otros mundos
que caída en brumoso interinato,
toda la angustia sublunar presiente
Fiereza desvalida, hecha a mirar
el mar...
Boca en bisel, como un espejo afable
que no hable...
Medias de albo color, para que vaya
por la cernida arena de la playa...
Las deleznables manos,
que cavan pozos enanos,
son carceleras de los océanos...
Linda congoja de la frente linda,
la que inerme y tiránica se brinda
por modelo de copa y de coyunda
y de lira rotunda...
Retrato de iniciales sinfonías:
tus cinco años son cinco bujías
a cuya luz el alma llora;
por eso a ti me abro
como a la honestidad versicolora
de un diminutivo candelabro.
Los invisibles hombros, cual quimera
en que un genio marítimo retoza
no columbran siquiera
la adoración venidera
que los ha de rozar, como se roza
el codo de una estricta compañera.
Párvula del retrato;
seriedad prematura;
linda congoja de un juego nonato
que enfrente del fotógrafo se apura;
pelo de enigma, como los edenes
enigmáticos desde donde vienes;
víspera bella que cantas
en la octava de mi más negra hora:
hoy hice un alto por mojar tus plantas
con sangre de mis ojos, y miré
que salías del óvalo de bruma,
como punto final que se incorpora
y como duende de relojería,
a dar en los relojes de mi fe
la campanada de la dicha suma.
Niña, vetusto manual:
yo te leía al borde de una estrella,
leyéndote mortífera y vital;
y absorto en el primor de la lectura
pisé el vacío...
Y voy en la centella
de una nihilista locura.

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Ingenuas provincianas: cuando mi vida se halle
desahuciada por todos, iré por los caminos
por donde vais cantando los más sonoros trinos
y en fraternal confianza ceñiré vuestro talle.
A la hora del Angelus, cuando vais por la calle,
enredados al busto los chales blanquecinos,
decora vuestros rostros -¡oh rostros peregrinos!-
la luz de los mejores crepúsculos del valle.
De pecho en los balcones de vetusta madera,
platicáis en las tardes tibias de primavera
que Rosa tiene novio, que Virginia se casa;
Y oyendo los poetas vuestros discursos sanos
para siempre se curan de males ciudadanos,
y en la aldea la vida buenamente se pasa.
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La vida mágica se vive entera
en la mano viril que gesticula
al evocar el seno o la cadera,
como la mano de la Trinidad
teológicamente se atribula
si el Mundo parvo, que en tres dedos toma,
se le escapa cual un globo de goma.
Idolatremos todo padecer,
gozando en la mirífica mujer.

Idolatría
de la expansiva y rútila garganta,
esponjado liceo
en que una curva eterna se suplanta
y en que se instruye el ruiseñor de Alfeo.
Idolatría
de los dos pies lunares y solares
que lunáticos fingen el creciente
en la mezquita azul de los Omares,
y cuando van de oro son un baño
para la tierra, y son preclaramente
los dos solsticios de un único año.
Idolatría
de la grácil rodilla que soporta,
a través de los siglos de los siglos,
nuestra cabeza en la jornada corta.
Idolatría
de las arcas, que son
y fueron y serán horcas cuadinas
bajo las cuales rinde el corazón
su diadema de idólatras espinas.
Idolatría
de los bustos eróticos y místicos
y los netos perfiles cabalísticos.
Idolatría
de la bizarra y música cintura,
guirnalda que en abril se transfigura,
que sirve de medida
a los más filarmónicos afanes,
y que asedian los raudos gavilanes
de nuestra juventud embravecida.
Idolatría
del peso femenino, cesta ufana
que levantamos entre los rosales
por encima de la primera cana,
en la columna de nuestros felices
brazos sacramentales.
Que siempre nuestra noche y nuestro día
clamen: ¡Idolatría! ¡Idolatría!
Encima
de la azucena esquinada
que orna la cadavérica almohada;
encima
del soltero dolor empedernido
de yacer como imberbe congregante
mientras los gatos erizan el ruido
y forjan una patria espeluznante;
encima
del apetito nunca satisfecho,
de la cal
que demacró las conciencias livianas,
y del desencanto profesional
con que saltan del lecho
las cortesanas;
encima
de la ingenuidad casamentera
y del descalabro que nada espera;
encima de la huesa y del nido,
la lágrima salobre que he bebido.
Lágrima de infinito
que eternizaste el amoroso rito;
lágrima en cuyos mares
goza mi áncora su náufrago baño
y esquilmo los vellones singulares
de un compungido rebaño;
lágrima en cuya gloria se refracta
el iris fiel de mi pasión exacta;
lágrima en que navegan sin pendones
los mástiles de las consternaciones;
lágrima con que quiso
mi gratitud salar el Paraíso;
lágrima mía, en ti me encerraría,
debajo de un deleite sepulcral,
como un vigía
en su salobre y mórbido fanal.
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EL CANDIL
A Alejandro Quijano
En la cúspide radiante
que el metal de mi persona
dilucida y perfecciona,
y en que una mano celeste
y otra de tierra me fincan
sobre la sien la corona;
en la orgía matinal
en que me ahogo en azul
y soy como un esmeril
y central y esencial como el rosal;
en la gloria en que melifluo
soy activamente casto
porque lo vivo y lo inánime
se me ofrece gozoso como pasto;
en esta mística gula
en que mi nombre de pila
es una candente cábala
que todo lo engrandece y lo aniquila;
he descubierto mi símbolo
en el candil en forma de bajel
que cuelga de las cúpulas criollas
su cristal savio y su plegaria fiel.
¡Oh candil, oh bajel, frente al altar
cumplimos, en dúo recóndito,
un solo mandamiento: venerar!
Embarcación que iluminas
a las piscinas divinas:
en tu irisada presencia
mi humanidad se esponja y se anaranja,
porque en la muda eminencia
están anclados contigo
el vuelo de mis gaviotas
y el humo sollozante de mis flotas.
¡Oh candil, oh bajel: Dios ve tu pulso
y sabe que anonadas
en las cúpulas sagradas
no por decrépito ni por insulso!
Tu alta oración animas
con el genio de los climas.
Tú no conoces el espanto
de las islas de leprosos,
el domicilio polar
de los donjuanescos osos,
la magnética bahía
de los deliquios venéreos,
las garzas ecuatoriales
cual escrúpulos aéreos,
y por ello ante el Señor
paralizas tu experiencia
como el olor que da tu mejor flor.
Paralelo a tu quimera,
cristalizo sin sofismas
las brasas de mi ígnea primavera,
enarbolo mi jubilo y mi mal
y suspendo mis llagas como prismas.
Candil, que vas como yo
enfermo de lo absoluto,
y enfilas la experta proa
a un dorado archipiélago sin luto;
candil, hermético esquife:
mis sueños recalcitrantes enmudecen cual un cero
en tu cristal marinero,
inmóviles excelsos y adornantes.

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Omnicromía de la tarde amena...
El alma, a la sordina,
y la luz, peregrina,
y la ventura, plena,
y la Vida, una hada
que por amar esta desencajada.
Firmamento plomizo.
En el ocaso, un rizo
de azafrán.
Un ángel que derrama su tintero.
La brisa, cual refrán
lastimero.
En el áureo deliquio del collado,
hálito verde, cual respiración
de dragón.
Y el valle fascinado
impulsa al ósculo a que se remonte
por los tragaluces del horizonte.
Tiempo confidencial,
como el dedal
de las desahuciadas bordadoras
que enredan su monólogo fatal
en el ovillo de las huecas horas.
Confidencia que fuiste
en la mano de ayer
veta de rosicler,
un alpiste
y un perfume de Orsay.
Tarde, como un ensayo
de dicha, entre los pétalos de mayo;
tarde, disco de Newton, en que era
omnícroma la primavera
y la Vida una hada
en un pasivo amor desencajada...
A mi madre y a mis hermanas

Cuando me sobrevenga
el cansancio del fin,
me iré, como la grulla
del refrán, a mi pueblo,
a arrodillarme entre
las rosas de la Plaza,
los aros de los niños
y los flecos de seda de los tápalos.
A arrodillarme en medio
de una banqueta herbosa,
cuando sacramentando
al reloj de la torre,
de redondel de luto
y manecillas de oro,
al hombre y a la bestia,
al azahar que embriaga
y a los rayos del sol,
aparece en su estufa el Divínisimo.
Abrazado a la luz
de la tarde que borda,
como al hilo de una
apostólica araña,
he de decir mi prez
humillada y humilde,
más que las herraduras
de las mansas acémilas
que conducen al Santo Sacramento.
"Te conozco, Señor,
aunque viajas de incógnito,
y a tu paso de aromas
me quedo sordomudo,
paralítico y ciego,
por gozar tu balsámica presencia.
"Tu carroza sonora
apaga repentina
el breve movimiento,
cual si fuesen las calles
una juguetería
que se quedo sin cuerda.
"Mi prima, con la aguja
en alto, tras sus vidrios,
esta inmóvil con un gesto de estatua.
"El cartero aldeano
que trae nuevas del mundo,
se ha hincado en su valija.
"El húmedo corpiño
de Genoveva, puesto
a secar, ya no baila
arriba del tejado.
"La gallina y sus pollos
pintados de granizo
interrumpen su fábula.
"La frente de don Blas
petrificose junto
a la hinchada baldosa
que agrietan las raíces de los fresnos.
"Las naranjas cesaron
de crecer, y yo apenas
si palpito a tus ojos
para poder vivir este minuto.
"Señor, mi temerario
corazón que buscaba
arrogantes quimeras,
se anonada y te grita
que yo soy tu juguete agradecido.
"Porque me acompasaste
en el pecho un imán
de figura de trébol
y apasionada tinta de amapola.
"Pero ese mismo imán
es humilde y oculto,
como el peine imantado
con que las señoritas
levantan alfileres
y electrizan su pelo en la penumbra.
"Señor, este juguete
de corazón de imán,
te ama y te confiesa
con el intimo ardor
de la raíz que empuja
y agrieta las baldosas seculares.
"Todo está de rodillas
y en el polvo las frentes;
mi vida es la amapola
pasional, y su tallo
doblégase efusivo
para morir debajo de tus ruedas".
Amiga que te vas:
quizá no te vea más.
Ante la luz de tu alma y de tu tez
fui tan maravillosamente casto
cual si me embalsamara la vejez.
Y no tuve otro arte
que el de quererte para aconsejarte.
Si soltera agonizas,
irán a visitarte mis cenizas.
Porque ha de llegar un ventarrón
color de tinta, abriendo tu balcón.
Déjalo que trastorne tus papeles,
tus novenas, tus ropas, y que apague
la santidad de tus lámparas fieles...
No vayas, encogido el corazón,
a cerrar tus vidrieras
a la tinta que riega el ventarrón.
Es que voy en la racha
a filtrarme en tu paz buena muchacha.
¡Qué adorable manía de decir
en mi pobreza y en mi desamparo:
soy más rico, muy más que un gran visir:
el corazón que amé se ha vuelto faro!
Cuando se cansa de probar amor
mi carne, en torno de la carne viva,
y cuando me aniquilo de estupor
al ver el surco que dejó en la arena
mi sexo, en su perenne rogativa,
de pronto convertirse al mundo veo
en un enamorado mausoleo...
Y mi alma en pena bebe un negro vino,
y un sonoro esqueleto peregrino
anda cual un laúd por el camino.
Por darme el santo y seña, la viajera
se ata debajo de la calavera
las bridas del sombrero de pastora
En su cráneo vacío y aromático
trae la esencia de un eterno viático.
Y al fin, del fondo de su pecho claro,
claro de Purgatorio y de Sión,
en el sitio en que hubo el corazón
me da a beber el resplandor de un faro.
Antes de echar el ancla en el tesoro
del amor postrimero, yo quisiera
correr el mundo en fiebre de carrera,
con juventud, y una pepita de oro
en los rincones de me faltriquera.
Abrazar a una culebra del Nilo
que de Cleopatra se envuelva en la clámide,
y oír el soliloquio intranquilo
de la Virgen María en la Pirámide.
Para desembarcar en mi país,
hacerme niño y trazar con mi gis,
en la pizarra del colegio anciano,
un rostro de perfil guadalupano.
Besar al Indostán y a la Oceanía,
a las fieras rayadas y rodadas,
y echar el ancla a una paisana mía
de oreja breve y grandes arracadas.
Y decir al Amor: "De mis pecados,
los mas negros están enamorados;
un miserere se alza en mis cartujas
y va hacia ti con pasos de bebé.
como el cándido islote de burbujas
navega por la taza de café.

Porque mis cinco sentidos vehementes
penetraron los cinco Continentes,
bien puedo, Amor final, poner la mano
sobre tu corazón guadalupano..."
Volando del vértice
del mal y del bien,
es independiente
la saltapared.
Y su principado,
la ermita que fue
granero después.
Sobre los tableros
de la ruina fiel
la saltapared
juega su ajedrez,
sin tumbar la reina,
sin tumbar al rey...
Ave matemática
nivelada es
como una ruleta
que baja y que sube
feliz, a cordel.
Su voz vergonzante
llora la doblez
con que el mercader
se llevó al canario
y al gorrión también
a la plaza pública,
a sacar la suerte
del señor burgués.
Del tejado bebe
agua olvidadiza
de los aguaceros,
porque transparente
su cuerpo albañil
gratuito nivel.
Y al ángel que quiere
reconstruir la ermita
del eterno Rey
sirve de plomada
la saltapared.
Soñé que comulgaba, que brumas espectrales
envolvían mi pueblo, y que Nuestra Señora
me miraba llorar y anegar su Santuario.

Tanto lloré, que al fin mi llanto rodó afuera
e hizo crecer las calles como en un temporal;
y los niños echaban sus barcos papeleros,
y mis paisanas, con la falda hasta el huesito,
según se dice en la moda de la provincia,
cruzaban por mi llanto con vuelos insensibles,
y yo era ante la Virgen, cabizbaja y benévola,
el lago de las lágrimas y el río de respeto...
Casi no he despertado de aquella maravilla
que enlazará mis Últimos óleos con mi Bautismo;
un día quise ser feliz por el candor,
otro día, buscando mariposas de sangre,
mas revestido yo con la capa de polvo
de la santa experiencia, sé que mi corazón
hinchado de celestes y rojas utopías,
guarda aun su inocencia, su venero de luz;
¡el lago de lágrimas y el río del respeto!

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Si yo jamás hubiera salido de mi villa,
con una santa esposa tendría refrigerio
de conocer el mundo por un solo hemisferio.
Tendría, entre corceles y aperos de labranza
a Ella, como octava bienaventuranza.
Quizá tuviera dos hijos, y los tendría
Sin un remordimiento ni una cobardía.
Quizá serían huérfanos, y cuidándolos yo,
el niño iría de luto, pero la niña no.
¿No me hubieras vivido, tú, que fuiste una aurora,
una granada roja de virginales gajos,
una devota de María Auxiliadora
y un misterio exquisito con los párpados bajos?
Hacía tu pie, hermosura y alimento del día,
recién nacidos, piando y piando de hambre
rodaran los pollitos, como esferas de estambre.
Quiero otra vez mis campos, mi villa y mi caballo
que en el sol y en la lluvia lanza a mitad del viaje
su relincho, penacho gozoso del paisaje.
Corazón que en fatigas de vivir vas a nado
y que estás florecido, como está la cadera
de Venus, y ceniciento cual la madera
en que grabó su puño de ánima el condenado:
tu tarde será simple, de ejemplar feligrés
absorto en el perfume de hogareños panqués
y que en la resolana se santigua a las tres.
Corazón: te reservo el mullido descanso
de la coqueta villa en que el señor mi abuelo
contaba las cosechas con su pluma de ganso.
La moza me dirá con su voz de alfeñique
marchándose al rosario, que le abrace la falda
ampulosa, al sonar el último repique.
Luego resbalaré por las frutales tapias
en recuerdo fanático de mis yertas prosapias.
Y si la villa, enfrente de la jocosa luna,
me reclama la pérdida de aquel bien que me dio,
sólo podré jurarle que con otra fortuna
el niño iría de luto, pero la niña no.
Señor, Dios mío: no vayas
a querer desfigurar
mi pobre cuerpo, pasajero
más que la espuma del mar.
Ni me des enfermedad larga
en mi carne, que fue la carga
de la nave de los hechizos,
del dolor el aposento
y la genuflexión verídica
de tu trágico pavimento.
No me hieras ningún costado,
no me castigues a mi cuerpo
por haber vivido endiosado
ante la Naturaleza
y junto a los vertebrales
espejos de la belleza.
Yo reconozco mi osadía
de haber vivido profesando
la moral de la simetría.
Amé los talles zalameros
y el virginal sacrificio;
amé los ojos pendencieros
y las frentes en armisticio.
No tengo miedo de morir,
porque probé de todo un poco,
y el frenesí del pensamiento
todavía no me vuelve loco.
Mas con el pie en el estribo
imploro rápida agonía
en mi final hostería.
Para que me encomiende a Dios,
en la hostería, una muchacha,
con su peinado de bandós,
y que de ir por los caminos
tenga la carne de luz
de los peroles cristalinos.
Y que en sus manos, inundadas
de luz, mi vida quede rota
en un tiempo de gavota.



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